Decíamos ayer que la acción política tiene que hacer sentido. Que, a diferencia de la producción que se perfecciona con el producto, la acción política se pule en su fluir continuo. Fluir que, además, es común, siempre implica a los demás.
La acción política no es otra cosa que una “unidad de acción efectiva”. Unidad de acción que —objetivamente hablando— es “la resultante de todas las fuerzas que actúan dentro y fuera (del Estado), incluyendo las de los oponentes”, nos dice Heller, y, alerta: “el poder del Estado no es ni la suma ni la mera multiplicación de las fuerzas particulares comprendidas, sino la resultante de todas las acciones y reacciones políticas relevantes, internas y externas”, que se distinguen en tres grupos: “el núcleo de poder que realiza positivamente el poder del Estado, los que le apoyan y los partícipes negativos que a él se oponen”, de suerte que, concluye: “Los errores más extendidos del pensamiento político proceden de que se confunde el núcleo de poder que realiza positivamente el poder estatal (gobierno) con el Estado mismo”.
Engaña quien, siguiendo el idealismo de Hegel, cree que el poder del Estado es la expresión de una conciencia general, de una voluntad única y monolítica, de un interés común compartido al unísono por todos los integrantes del núcleo social, el verdadero “yo” del Estado: el pueblo, la patria, la Nación. O el Mesías.
López Portillo decía que “el teórico político no sabe lo que va a pasar; pero sí hacia dónde se tiende y por qué se tiende”, porque la ciencia política es “conciencia de estructuras y tendencias: la estructura, fijada por la historia; la tendencia (sentido) otorgada por la dignidad del hombre” y, añadiríamos con Heller: “la resultante de todas las fuerzas” en juego.
El sentido en política tiene una doble expresión: la palabra que le da contenido y lo explica la luz de valores y fines que socialmente en un tiempo determinado juegan en la arena social en pro y en contra —poderes que se accionan y padecen simultáneamente—, y en el vector de su movimiento (fluir), que le otorga dirección y sentido. Decía Nietzsche: “sólo quien sabe hacia dónde navega sabe también qué viento es bueno y cuál es el favorable para la navegación”.
El Estado —otra vez, Heller— es algo que deviene, pero que también da forma (sentido) al devenir y no se necesita ser marino, como tampoco político profesional, para sentir cuando el viento no es favorable, cuando se navega sin sentido, cuando se ha extraviado el rumbo y la brújula: cuando el Estado —en su conjunto— no otorga sentido al devenir, cuando es un Estado trombótico.
La muerte también es transformación, la agonía cambio y el abismo ruta; la diferencia la hace el sentido de la transformación, no ella en sí misma.
Concluyo: vivir la transformación por la transformación, no es acción y menos efectiva. Tampoco es unidad, ni otorga sentido. De ahí esta sensación de vacío infinito, de disolución, de absurdo, de embaucamiento, de soledad, de locura. De no fluir.