Hay procesos naturales y cósmicos gobernados por fuerzas que imponen a nuestra vida una visión cíclica y automatizada: noche y día, estaciones del año, floración, invernación, etc. El statu quo, la costumbre, lo conocido crean un mundo de estabilidad, seguridad y calma. Y en respuesta, el deseo de seguridad y tranquilidad nos impulsa a entregarnos a la cotidianidad y a presuponer la validez de una supuesta norma preestablecida. En este mundo petrificado, las civilizaciones decadentes adquieren un hálito y hábito de necesidad histórica prefijada. Por su parte, la misma egiptización (momificación del tiempo) puede llevar a un estancamiento social y político de larga duración de a veces siglos. De hecho, los espacios históricos disruptivos de plena libertad y creación suelen ser espasmódicos y, por ende, de corta duración.

Lo primero que se petrifica en la decadencia es el discurso. Éste desaparece, se hace proclama, dogma, mantra, gris paisaje y ruido. El discurso deja de deliberar, de concluir, ya no llama a la acción, sólo se repite al infinito. Le habla a la emoción o a las tripas, no al espíritu.

Y la nuestra es una época hace mucho petrificada, decadente y de ruina predestinada. Su sensación es de impotencia, irresistibilidad y aceptación: no hay nada que se pueda hacer; las cosas siempre han sido así, cualquier cambio solo aumentaría nuestro dolor. Sin embargo, es precisamente lo contrario: lo conocido no entusiasma a nadie y son estos tiempos de decadencia y decaimiento los más propicios para despertar las más potentes y bellas fuerzas ocultas en la acción y pluralidad humanas. Ellas sí irresistibles.

De hecho, hay milagros humanos y laicos, ajenos al ámbito religioso, entendidos no como actos de la divinidad, sino como acciones del hombre que irrumpen en el mundo cuando nadie cree que se pueda y ya nada se espera. Acciones que comienzan algo nuevo y desconocido, ajeno a lo petrificado y seguro.

Este milagro humano, en su infinita improbabilidad, trae consigo “infinitas probabilidades” que interrumpen lo que se creía ininterrumpible y seguro. Hoy lo único previsible y seguro es la decadencia de todo lo conocido y en él, solo el milagro humano sería salvífico e irresistible.

El milagro humano no es otro que el de la libertad, que siempre se expresa en acción y en público. No hablamos de la libertad psicológica, si no de la política, que se da en la acción en un mundo intermediados en compañía de los otros: en la Polis.

Los tiranos sueñan con momias que perduren por el resto de los siglos. Hitler hablaba de un Reich de mil años, Gurría de un salinato de 25 y Noroña de una 4t de 50 años. Todos parten de un logro predestinado y petrificado. Así sea éste de ruina y decadencia, lo piensan como un proceso ahistórico “momificado”, definitivo y final.

Pero su visión y sueño niegan la pluralidad en el hombre y, con ella, su libertad y capacidad de acción inherentes. Quien irrumpe en el mundo y en “sus mundos oníricos y de onanismo” es el hombre como un initium, como un nuevo comienzo de inconmensurables posibilidades, como un milagro, como libertad y como acción. Por supuesto que el hombre no es libérrimo y está sujetos a condiciones físicas, biológicas, psíquicas y sociales; hoy, además, digitales. Pero en su faceta de género viviente en plural —hombres, no hombre—, por su libertad y acción pueden configurar una realidad propia e irrumpirla de nuevo a cada nuevo instante.

De allí el miedo que generó el milagro del 13 de noviembre y la furia propia del rencor con que se respondió al rechazó de la reforma constitucional electoral: el INE no solamente se toca, aún más se le destruye.

Pero, lo más oscuro de la noche lopezobradorista solo anuncia una pronta alborada. Un initium irruptor. Un milagro político.

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