Por el INE… mientras dure.
Toda actividad humana está condicionada a la obviedad de “mientras el mundo dure” (quamdiu mundus durat). El mundo no entendido como la tierra, sino como el artificio humano que sobre ella hemos construido; ese ámbito de objetos creados a nuestro servicio, de productos y bienes de la naturaleza sometidos nuestra explotación, contaminación y destrucción, y de tejidos de relaciones e intereses humanos. En ese mundo humano y antropomorfo conviven lo privado, lo social y lo público, pero también la masa. La diferencia es que los hombres en el mundo tenemos lugar, identidad, relación y separación. Diríamos cada quien tiene su espacio, perspectiva y dignidad. En tanto que la masa, sin importar su número, carece de posibilidad de agrupar, identificar, diferenciar, relacionar y separar. Hablar de la dignidad de un amasijo o rebaño es, también, imposible.
Pues bien, como sociedad podremos ser y hacer, en tanto ese mundo común nos dure. Siendo éste una obra humana es finita; allí están de prueba los desaparecidos Imperio Persa, Polis Griega, Egipto e Imperio Romano. Por eso lo político está obligado a ver más allá de la generación viva de que se trate, para trascender el tiempo vital propio de los hombres. Sin esa trascendencia ninguna esfera pública, ninguna política, ningún mundo común es posible. Ya no solo para con nuestros coetáneos, sino con quienes nos precedieron y los que habrán de sucedernos, con compartimos por igual la responsabilidad por este mundo común a nuestro cuidado.
Y allí empieza nuestro problema.
Leopoldo Zea nos dice que “Las relaciones políticas del mexicano adquieren un sentido preferentemente concreto repudiando toda abstracción. Así como en la situación señalada la idea de Nación aparece como nula, la idea de Estado, en su sentido clásico, carecerá de sentido. El mexicano tiene una idea, la del Gobierno; pero en el más ingenuo de los sentidos: como el de alguien, casi providencial, que posee el suficiente poder para prever y proveer por aquello que necesita muy concretamente. Este alguien no es en forma alguna una abstracción”. Si no somos capaces de ver Nación, ni Estado, menos mundo o espacio político. De ahí que nuestras relaciones políticas las tracemos siempre en términos personales entre nuestras más ingentes necesidades y el presidente. Dice Zea que “los mexicanos están dispuestos a morir, no por un ideario, sino por un caudillo amigo al que se ha prometido lealtad a cambio de que éste a su vez sea leal a las promesas de bienestar concreto que ha ofrecido a su secuaz o secuaces”, y, ya en tiempos del populismo, cliente o clientelas. Por eso la relación en México con el poder es siempre personal, directa y afectiva, no se está con la República —común a todos—, sino con el presidente de la manera más emotiva y concreta posible.
El mexicano solo alcanza a ver por su más personal y concreto bienestar, no por el del mexicano como categoría. Vemos interés personal, no general; vemos yo, no Nación; vemos dependencia y medro, no ciudadanía. De allí también que nuestra versión del mundo sea concreta, cotidiana, inmediatista y efímera. Por eso nuestras relaciones de confianza son inestables: de día a día. No construimos un mundo común, sino galaxias individuales incomunicadas.
Nuestra cosa pública, pues, está sujeta a la futilidad de la vida individual de cada quien y sus mezquinas relaciones individuales.
Ahora bien, al ser lo político el ámbito de la intermediación en la pluralidad, en éste “todos ven y oyen desde una posición diferente” y vistas las cosas, “por muchos en una variedad de aspectos sin cambiar su identidad”, todos ven lo mismo en total diversidad constituyendo una auténtica y verdadera realidad humana, no solo individual. No es un problema de número, sino de comunicación y participación sobre la cosa vista. En el momento que dejamos de discernir pluralmente sobre lo que llena el ámbito de intermediación y captura nuestra atención conjunta, muere la pluralidad y nuestro mundo (Arendt).
Pues bien, nuestro problema es que somos privatizadores desde antes que el neoliberalismo, pero también privados: Privatizamos nuestra relación con el poder y el espacio público, y, al hacerlo, nos privamos de ver y oír a los demás, y de ser vistos y oídos por ellos. Nos privamos de la pluralidad, del otro, de su diferencia e intermediación; nos privamos de ser sujeto y actor, porque el privado de lo público no aparece, no discursa y no acciona. La suma de subjetividades singularidades ciegas, sordas y mudas no funda comunidad, tampoco trascendencia. Vemos lo mismo, sí, pero no compartimos ni discernimos lo diverso y contrario de nuestras visiones; acumulamos singularidades y sorderas, pero no procesamos y menos producimos algo común y compartido, salvo la masa de nuestras soledades, el laberinto de la soledad y de las máscaras. Nuestros mundos personales y concretos morirán aislados con nuestras existencias individuales, ningún mundo como espacio humano nos trascenderá. Esa, quizás, sea la descripción que la historia haga de esta generación políticamente fallida.
El problema, como podemos ver, no es exclusivamente la desmesura de López Obrador, sino más y principalmente del mundo común que se la haga imposible. Los pedazos que aún quedan de ese mundo están bajo acecho, son en buena parte esos jirones de institucionalidad que tanto le aterran y que se obstina por derruir día a día imponiéndonos un solo discurso y un solo curso de acción, las más de las veces de distractor y fútil.
Lo malo es que México será mientras ese mundo de instituciones dure.