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Cada vez que López Obrador es vencido por la verdad, cuando ésta se le impone con toda su sencillez, fuerza y contundencia, cuando sus prestidigitaciones no son suficientes para ocultarla tras los conejos y alimañas de su chistera mañanera, cuando su mundo delirante es negado por lo diáfano de la realidad nos dice: “es—de—que la verdad es que están contra la transformación porque quieren seguir robando al pueblo y viviendo de sus privilegios, porque ya no pueden robar, porque son corruptos, clasistas, aspiracioncitas, hipócritas y mentecatos, porque no somos iguales.

Lo dijo cuando dejó a México sin gasolina porque se le olvidó comprarla por estar cancelado un aeropuerto de a de veras —ya que hablamos de la verdad—, cuando, tras ser incapaces a lo largo de un día de controlar que todo un pueblo robase la gasolina que se fugaba de una toma clandestina en Tlahuelilpan, Hidalgo, alguien inyectó presión en los ductos asesinando a 137 personas; cuando niños con cáncer empezaron a morir porque son incapaces de comprar y distribuir oportunamente medicamentos y siguen muriendo cuatro años después por su ineptitud para resolverlo; cuando acabaron con los sistemas de salud, educación y seguridad social en México; cuando tiraron la economía y se gastaron todo el ahorro nacional. De hecho, lo dice todos los días.

¿Por qué tendría que haber sido diferente ayer, de cara a una manifestación de más de 800 mil mexicanos, tan solo en la Ciudad de México —porque se replicó en 50 ciudades del interior del país— en contra de su reforma electorera regresiva e incoherente? Fueron unos cuantos, dijo, no hubieran llenado ni la mitad del Zócalo, no saben marchar, es—de—que se oponen a la transformación porque quieren seguir gozando de sus privilegios y robando al pueblo. Como si se tratara de competencias de movilización y no de reclamos ciudadanos.

El delirio es un desvarío de la razón por una enfermedad o pasión violenta, confusión mental caracterizada por alucinaciones, reiteración de pensamientos absurdos e incoherencia. Pues bien, baste observar objetivamente los hechos del domingo 13 de noviembre y su respuesta de ayer en la mañanera para observar el delirio en el poder hoy en México.

Y es ahí donde radica la gravedad del problema. Un sujeto delirante suele hacer de su mundo y del de sus familiares y amigos un infierno hasta que, generalmente, lo acaba. El delirante es incapaz del gobierno de sí mismo porque todo gobierno se da en una relación, se da entre otros a los que el delirante es incapaz de ver, oír, entender y relacionarse, porque es incapaz de entablar una interacción con la realidad porque vive no en ella sino en la realidad de su delirio. Aquí, sin embargo, no estamos hablando de una realidad personal o familiar, no estamos hablando del gobierno de sí mismo, sino del gobierno de los otros… ¡del piloto de la nave! De México.

Gobernar no es otra cosa que someterse a las leyes, no se gobierna sin un “deber ser”, sin una ley común que otorgue a todos certeza y seguridad. Y ¿quién es el primer obligado por una ley común a todos? El encargado de hacerla valer. Para los griegos, además de someterse a las leyes, el gobernante debía tener y mostrar pudor y respeto (aidós). Para Foucault no es otra cosa que “una relación interna de los gobernantes para consigo mismos, un respeto de los gobernantes por sus obligaciones, por la ciudad y por las leyes de la ciudad”, para Platón era saber “dominar sus deseos”, prefiriendo “ser servidores de las leyes”. Para eso el gobernante debe primero saber gobernarse a sí mismo aplicándose la ley de la verdad, quien se miente a sí, miente a todos; y quien se miente se engaña y, por ende, es incapaz del gobierno de sí mismo. Los romanos hablaban de una vida soberana: “tener posesión de sí mismo”, “ser su propio derecho, no estar en la órbita de ningún derecho ajeno”, decía Séneca y escribía a Lucilio: “donde quiera que esté, soy mío”, “quien se posee nada ha perdido”. Pero ser sí mismo, su propio derecho y posesión empieza por serse verdadero, hablarse con la verdad. Cuando Alejandro Magno pide que lo lleven con Diógenes, le dice que su soberanía radica en haber triunfado sobre sus enemigos: no solo soy Rey de los griegos, también de los medos y de los persas y de todos aquellos que he derrotado en los hechos, alega a Diógenes quien le contesta: habrás vencido a ellos, pero ¿a tus verdaderos enemigos que son los que realmente se te oponen? Esos verdaderos enemigos son los enemigos interiores, tus defectos, tus vicios.

De ahí que la parreshíatenía tres componentes centrales: el sujeto, la verdad y el gobierno de sí y de los otros. Un sujeto que miente, se miente a sí y a los otros, y con la mentira no se gobierna, ni a sí, ni a nadie.

El problema no es si fueron muchos o pocos, ni tres o cuatro nombres escogidos al azar, o si no llegaron al Zócalo, o si no encontró en su ayuda canción alguna de Chico Che. El problema es su intolerancia a la verdad.

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