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Toda muerte es única, singular e insólita, en su sentido de rara, extraña, desacostumbrada. Incluso las muertes anunciadas y hasta esperadas nos parecen inverosímiles y sorpresivas cuando llegan. Se muere en la más completa soledad, así muramos rodeados de nuestros seres queridos o en una catástrofe colectiva como las de hoy en Turquía, o abrazados como los amantes de Pompeya: cada quien muere en la soledad de consigo mismo.

Toda relación humana está marcada por la muerte: no hay relación sin duelo.

Y si bien la muerte es una senda solitaria, con cada muerte mueren muchos mundos. No solo el mundo del que fallece, sino todos los mundos que compartía con cada uno de los seres cuyas almas tocó. Con la muerte del ser querido perdemos el mundo que solo compartíamos con él. Por eso cada muerte, en su unicidad, nos sugiere, dice Derrida, que se produce en más de una vez. Por eso, señala, a quien despedimos es siempre una singularidad que rebasa cualquier nombre propio convirtiéndose en una reminiscencia universalmente ominosa de toda muerte.

Duelo y poesía se hermanan en la muerte, por eso es necesario contar —tener en cuenta— la muerte de “nuestros” muertos, porque sólo están “entre nosotros” en la medida que permanecen “en nosotros”. Por eso el duelo es una forma atormentada de honrarlos recordándolos y la poesía una lucha descarnada contra su olvido, contra la “infidelidad póstuma” de la que hablaba y tanto temía Proust. Cantar las palabras y las hazañas de nuestros muertos es expresión de duelo, pero también duelo en sí mismo. Porque los muertos ya sólo pueden hablar con nosotros a través de nosotros y sólo en su nombre podemos conservarlos con vida (Derrida). Y es allí donde su ausencia duele más: en su memoria e imagen que ya sólo es en nosotros. Imagen presente, pero inabrazable; en lo más profundo de nosotros, pero jamás nuestra, jamás propia, jamás alcanzable, siempre huidiza, siempre ausencia.

La muerte nos recuerda la fragilidad del mundo como obra y espacio humano, la finitud como espada de Damocles sobre unos hombros extraviados en la fuga de los sentidos y el desmando de las emociones, haciendo planes para una vida que a cada instante se nos escapa a borbotones persiguiendo necedades y combatiendo y abrazando locuras.

Dedico estas líneas a José Javier y su mundo. Que los mundos que perdimos con su partida sirvan en estos aciagos días para calibrar lo que habremos de perder con la muerte de la democracia en México.

Nos vemos en el Zócalo el domingo 26 y en la libertad que aún palpita en nuestros corazones.

QEPD.

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