En estas madrugadas de ardua decisión, respondiendo a un recóndito llamado salté a las cuatro de la mañana de la cama y en arrebato me dirigí al rincón de mi biblioteca donde guardo los únicos libros que no están ordenados por materia y que conservo unidos y separados por ser las lecturas que, bajo la guía egregia de Miguel Villoro Toranzo, alimentaron mi tesis profesional sobre la conducta política del mexicano. Todos ellas debidamente citadas con el rigor que, desde el segundo semestre de la carrera, el mismo maestro nos enseñó en un seminario de metodología y cuyas notas mimeografiadas jamás han abandonado la gaveta central de mi escritorio.
Y allí estaba, paciente, ajado y amarilleado por los años el “Tríptico” de Ortega y Gasset en edición de Austral. Como el árbol de Demián invernaba, no moría; en espera de una nueva lectura y ésta llegó con la urgencia de la aurora para releer, una vez más, la parte relativa a “Mirabeau o el Político”. Bastaron unos párrafos para que Ortega me confirmara que nunca se lee el mismo libro dos veces: no importa cuantas veces lo leas, siempre leerás un libro nuevo, como si el autor hubiese escrito inmersas en él tantas versiones como lectores pueda haber en uno solo.
Luis, me susurro al oído Ortega y Gasset, el problema no es de ideales, es de arquetipos. “Los ideales son cosas recreadas por nuestro deseo”, los arquetipos son modelos originales y primarios de cada cosa en la realidad; el arquetipo es “considerar como ideal la realidad misma, en lo que tiene de profunda y esencial…” pero también de caótica, diría Nietzsche, para quien “el carácter general del mundo es, para toda la eternidad, caos”. Y así, caóticos, hay arquetipos cuya “delicia suprema es el esfuerzo frenético de crear cosas”: la “impulsividad”, la exacerbación y el “activismo” que no paran mientes en las contradicciones y confusiones posibles de su hacer. Estos hombres son acción pura. Mirabeau escribía a su tío desde una de sus tantas prisiones: “salvadme, os lo pido, de esta fermentación terrible en que me encuentro (…) (producida) sobre mí por las reflexiones y las desdichas. Hay hombres que es preciso ocupar. La actividad, que lo puede todo y sin la que nada se puede, tornase turbulencia cuando carece de empleo y de objeto”.
Este arquetipo de hombre se ocupa. Pero hay otro arquetipo que se preocupa: “pensar es ocuparse antes de ocuparse; es preocuparse de las cosas, es interponer ideas ante el desear y el ejecutar”. Es, como clamaba Arendt, “comprender”. Regresando a Ortega, la delicia suprema de este otro arquetipo de hombre es “el esfuerzo continuo por pensar la verdad, y una vez pensada decirla, sea como sea, aunque le despedace”.
El problema, apunta Ortega y Gasset, es que lo político requiere de una mezcla de los dos arquetipos: no puede haber política sin una idea clara de lo que se busca: la política debe tener sentido. Y es que desde hace mucho la acción política tiene todo menos sentido, es decir, rumbo y destino. En buena parte por la muerte del discurso político que es el ingrediente que permite nombrar las cosas, comunicarlas y acordar un sentido para la acción política, que no es otra cosa que el movimiento conjunto de los hombres en pluralidad. Lo que Ortega nos dice es lo que Aristóteles advirtió tempranamente: la política es discurso y acción. Discurso por el que el pensamiento se hace palabra, construye entendimiento y mueve a la acción.
Nuestra desazón tiene más de desorientación que desasosiego. De ausencia de pensamiento que de exceso de “impulsividad”. Vagamos sin rumbo y sin verbo, no nos amordaza el silencio, nos distancia el ruido y nos enajena la fogosidad por el ardor mismo. Corremos hacia ningún lado sin destino a la vista, agotamos los minutos en emociones entrópicas y algorítmicas. Abdicamos de la deliberación y de la acción en otros, “profesionales” y “expertos”, unos extraviados en las ideas y otros ocupados en el poder por el poder, ninguno responsabilizado del nosotros.
Pero Ortega no se pierde en el filosofo político, no cree en el hombre destinado a la intelección “si no posee una política de alta mar, de poderosa envergadura y de larga travesía, si no ha tenido la revelación de lo que con el Estado hay que hacer por la Nación”. Porque el Estado es una “máquina situada dentro de la Nación para servir a ésta. El pequeño político, dice, tiende siempre a olvidar esta elemental relación, y cuando piensa lo que debe hacerse (…), piensa, en rigor, sólo lo que le conviene hacer en el Estado y para el Estado”.
Tal ha sido la tara de nuestra transición democrática: llegar al poder del Estado para luego no saber qué hacer. “La realidad histórica efectiva es la Nación y no el Estado, nos advierte Ortega. El gran político ve siempre los problemas del Estado a través y en función de los nacionales”. Pero “el pequeño político, como se encuentra con el Estado entre las manos, tiende a tomarlo demasiado en serio, a darle un valor absoluto, a desconocer su sentido puramente instrumental”.
Tal es nuestra circunstancia, solo vemos Estado y dentro de él su ascensión y conquista, y, ya en él, su control y conservación.
Por eso regreso a mis textos sobre la reconstitucionalidad telúrica de México por la ciudadanía misma en la reconquista de la Plaza de la Constitución el pasado 26 de febrero (Entre el Zócalo y la Plaza de la Constitución y México un lugar). No hay política sin espíritu, sin ese geisser que brota de lo más profundo del ser nacional. “El señorío supremo, afirma Ortega, ha sido otorgado por el espíritu” y no es del hombre sino del pueblo. Ese geisser es la Nación y ésta, a diferencia de su gobierno y Estado, goza de cabal salud y riqueza moral para hacerse cargo de sí misma sin tutelages artificiales e interesados.
El problema es siempre lo que al Estado le corresponde hacer por su Nación y nunca con relación al Estado mismo y su poder, sino en cuanto a una sociedad nueva, por eso advierte Ortega: “la reforma tiene que ser primariamente de la sociedad”. No de sus élites, ni de sus políticos, ni de sus expertos, ni de su intelectualidad.
Ortega llama a dotar a la “impulsividad” y “activismo” pragmático político de intelectualidad, le llama “intuición histórica”: “No se pretenda excluir del político la teoría, la visión puramente intelectual. A la acción tiene en él que preceder la prodigiosa contemplación; sólo así será una fuerza dirigida y no un estúpido torrente que bate dañino los fondos del valle. Lindamente lo dijo hace cinco siglos, el maestro Leonardo: ‘La teoria é il capitano e la practica sono i soldati’”.
Dejo a Ortega y me refugio en otro de mis autores de juventud, Hess en su Demian: “No creo ser un hombre que sabe. He sido un hombre que busca y lo soy todavía, pero no busco ya en las estrellas ni en los libros: comienzo a escuchar las enseñanzas que mi sangre murmura en mí. Mi historia no es grata, no es suave ni armoniosa; no es como las historias inventadas; sabe a insensatez y a confusión, a demencia y a sueño, como la vida de todos los hombres que no quieren seguirse mintiendo a sí propios.
“La existencia de todo ser humano es un camino hacia sí, o un conato de camino, o un simple rastro. Ningún hombre ha sido nunca por completo el mismo; pero todos aspiran a serlo, confusamente unos, más claramente otros, cada uno como puede”.
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