Pobreza es falta y escasez necesidad. El pobre carece de lo más elemental para una vida digna: alimento, salud, educación, seguridad, confianza y solidaridad (del otro). La pobreza es escasez de presente, de futuro y de una sociedad justa. Por ello, se dice del desdichado, infeliz y triste; corto de ánimo y espíritu. También, por cierto, de falta de ánimo, de gallardía y de nobleza de ánimo, pero esa es otra pobreza.
El pobre no tiene lo necesario para que sus hijos se alimenten con suficiencia para desarrollar correctamente su organismo, para sostener una salud media, para desarrollar conocimientos, habilidades y artes que le permitan enfrentar y gozar la vida, para vivir en un sociedad en igualdad, justicia y solidaridad.
La pobreza condena, no salva. Nadie en su sano juicio aspira a la pobreza, porque pobreza es carencia de lo elemental, no de lo superfluo.
Sostener que la pobreza es una “fase superior” es, quizás, la mayor de las pobrezas, la del sentido común, lógica elemental y conmiseración.
Seguimos sin escuchar al presidente, pareciera que nos urge desatar nuestras iras, en lugar de comprender nuestra circunstancias.
El presidente anuncia como un gran logro que gracias a que la austeridad republicana —supuestamente— funcionó, pasamos ahora a “una fase superior”, la de la pobreza franciscana.
Pareciera un chiste, pero es un drama humano en vivo y a todo color: una condena al futuro de nuestros hijos y nietos.
Supuestamente la austeridad nos llevaría a hacer un mejor uso y aplicación de los recursos que antes se dilapidaban, para mejorar nuestras condiciones. ¡Pero no!
Ahora resulta que la austeridad era para empobrecer a la administración pública, para depauperarla, vaciarla de conocimientos y capacidades, abandonar servicios, apoyos, auxilios e infraestructuras; dejar a los más necesitados sin las ayudas propias de una sociedad justa y solidaria. Ayer una trabe de cemento cayó sobre dos menores de seis años en una escuela pública por falta de mantenimiento, porque en lugar de cuidar de ella el Estado, se les dio dinero a los padres de familia para que ellos se hicieran cargo del inmueble; hoy la Terminal 2 del Aeropuerto de la Ciudad de México y sus pistas gozan de cabal deterioro y peligro de derrumbe o catástrofes como fase superior del abandono en su mantenimiento; los hospitales se inundan, las presas se secan, las medicinas no llegan, los escolares pasan de año sin nuevos conocimientos, la inseguridad se mete en nuestras vidas como la humedad y nuestro socios comerciales nos denuncian por incumplidos.
Estamos pues listos para pasar a una fase superior: la escasez y carencia de lo más elemental, entendidas como voto religioso, no como dolencia de una sociedad laica que se explica solo por dotar a sus miembros de seguridad física y de condiciones de vida dignas.
Lo que López Obrador nos dice en su alegoría es su visión religiosa del mundo, no una concepción laica de la sociedad, ni un programa de gobierno, ni la más elemental solidaridad y conmiseración social. A los niños que abraza y besa, los condena a la peor de las vidas, la de la pobreza.
Por supuesto que está en su derecho de profesar la doctrina religiosa que le más plazca, pero no se le eligió para ello, sino para atender y resolver nuestras carencias como responsable laico de una función pública: generar las condiciones elementales de una vida digna poniendo en el centro a la persona y sus necesidades, no sus creencias (las de él).
Un Estado no puede festinar y menos proponerse la pobreza; se constituye para combatirla. Una secta religiosa puede optar por la pobreza, pero una sociedad laica no, porque la pobreza condena y nadie tiene derecho a condenar a otro a gozar de sus más elementales derechos.
Finalmente, está la otra especie de pobreza, la falta de magnanimidad, de gallardía y de nobleza del ánimo. Él abdica de su obligación política y siembra y cosecha su impotencia.
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