Meses antes de que Colón se topara con un continente, los Reyes Católicos firmaban (31 de marzo de 1492) el Edicto de Expulsión, proclamado el 1º de mayo del mismo año en Castilla y dos días antes en Zaragoza y Aragón. Tres meses y 40 días (¡!) daban a los judíos para abandonar sus reinos o convertirse al catolicismo.
El primer paso fue la reconquista contra los musulmanes, en gran parte financiada con dinero judío; luego la Inquisición española, al margen de la de Roma —su Rubicón hacia el absolutismo monárquico—. Pero antes de ello y de ellos, en 1391, casi un siglo antes, una crisis de gobierno en Sevilla levantó el odio y miedo del rebaño contra la comunidad judía, los disturbios se extendieron a lo largo de los reinos de Andalucía, Granada y Castilla; los judíos fueron llevados a las plazas principales y obligados a decidir entre el bautismo o la muerte. Tras las conversiones voluntarias siguieron los obligatorias a punta de espada.
En un cuarto de siglo España enfrentó otra sociología, la de Los Conversos, judíos convertidos al cristianismo y sus descendientes, también llamados Los Nuevos Cristianos, no sin un dejo de discriminación y sospecha. Para los judíos que perseveraron en su fe aquellos eran Los Forzados. Pero por sobre todas esas denominaciones, prevaleció la de Marranos, abiertamente despectiva.
Muchos marranos se convirtieron al cristianismo sin problema, pero no pocos mantuvieron por siglos su fe y ritos en secreto, y fueron llamados los Marranos Judaizados. Judíos, Marranos y Marranos Judaizados mantuvieron, sin embargo, su vecindad —Gueto— en los diversos reinos ibéricos de entonces. Pero los marranos incursionaron en áreas reservadas hasta entonces a los católicos, como el comercio, la industria, el gobierno y hasta en el clero y la nobleza, sin por ello perder sus artes, habilidades y relaciones comerciales, así como la mutua ayuda propia del judaísmo. Al cruzar el siglo se les encontraba a la vanguardia de los nuevos burgos protocapitalistas de los hoy España y Portugal.
El viejo catolicismo no tardó en acusar su presencia y encumbramiento y en 1449 Toledo atestiguó el primer Progromo anticonversos. No era ya la religión el problema, sino su sangre la que los estigmatizaba. El hombre siempre muda y encuentra o inventa excusa para discriminar del que recela.
En ese clima político religioso social se hacen del poder Isabel —bajo el pecado de desplazar a la Beltraneja— y Fernando, en su tándem conocido como “monta tanto, tanto monta”. Con la reconquista expulsaron a los Moros, con la Inquisición persiguieron la herejía y contaminación religiosa de los marranos judaizados, sin importarles otras brujerías y apostasías. Como siempre, tras de ello se escondía el medro económico de hacerse de los bienes y territorios del apostata y político al desplazar su poder e influencia, pero también cultural, al borrarlo del paisaje.
El terror no se hizo esperar y se multiplicaron los Actos de Fe donde en la plaza pública los marranos eran descuartizados y quemados en la estaca. Rituales semejantes se replicaban en toda Europa y de ellos nos da cuenta y análisis Foucault en “Vigilar y castigar”:
(…) ante la puerta principal de la iglesia (…) sobre un cadalso que allí había sido levantado (debían serle) atenazadas las tetillas, los brazos, muslos y pantorrillas, y su mano derecha, asido ésta al cuchillo con que cometió el parricidio (contra el Rey, a quien se equipara al padre en la fe), quemada con fuego de azufre, y sobre las partes atenazadas se le verterá plomo derretido, aceite hirviendo, pez, resina ardiente, cera y azufre fundidos juntamente, y a continuación, su cuerpo estirado y desmembrado por cuatro caballos y sus miembros y tronco consumidos en el fuego, reducidos a cenizas y sus cenizas arrojadas al viento.
Los Actos de Fe eran un espectáculo punitivo y disuasivo, un acto de poder a la vez que entretenimiento y escarnio. Atavismo propio de las masas que, de tiempo en tiempo y en diversas versiones y sofisticaciones, los humanos solemos rescatar de nuestro inconsciente social y solazarnos en ellos. No nos extrañemos, pues, de la parte lúdica y alienante de las formas modernas y mediáticas de los suplicios públicos en pleno siglo XXI: cadalsos y llamas televisados y televisivos, propios de Goebbels y sus aprendices de brujo.
Pero regresemos a la España de 1492. Los actos de fe no menguaban el recelo de los católicos ante los avances económicos, sociales y políticos de judíos, marranos y marranos judaizantes, que, en combinación, representaban un peligro a la misión mesiánica de la reconquista religiosa de los reinos ibéricos. Fue así que Isabel y Fernando, mientras Colón surcaba el Atlántico en busca de una nueva ruta de la seda —en gran parte financiado con recursos judíos—, les dieron a escoger al judaísmo entre la expulsión y el bautismo. Fueron entre 80 mil y 120 mil los que optaron por la expulsión, para ser, en los más de los casos, saqueados y tirados por la borda por capitanes corruptos y asesinos.
El fenómeno de los marranos no terminó, al contrario, se acrecentó, pero Isabel y Fernando condenaron a España —que aún no existía— al oscurantismo medieval, cuando el Renacimiento anunciaba su llegada. Con los judíos —y en gran parte con los Moros— se fue de la península ibérica la ciencia, el conocimiento del comercio, de las finanzas, de la medicina, de la guerra; la universalidad, la filosofía y formas de ver al mundo con ojos modernos y cultivados. El imperio resultante, ¡donde jamás se ponía el sol!, no pudo, siquiera, pasar a la reina heredera, Juana (La Loca), que terminó sucesivamente encarcelada 46 años por su padre, Fernando el ¡católico!, su hijo, Carlos I (V del Sacro Imperio Romano germano) y su nieto, Felipe II.
Traigo esta vieja historia a colación, porque lo que hoy se hace con la educación en México, además de una “marranada”, es lo más parecido a la decisión de expulsar de España al saber y a la riqueza por parte de los Reyes Católicos. Expulsión que cambió el fario de esa gran nación y que en mucho, también, seguimos pagando hoy nosotros.
Las razones, además, son similares, un mesianismo redentor, la ambición de reconquistar un pasado a contracorriente del devenir, la imposición de un pensamiento único y una quimera delirante en pos de un imperio hasta el fin de los siglos. Isabel y Fernando construyeron una España que terminó gobernando un extranjero que ni castellano hablaba, por sobre la sucesión y prisión de su propia madre. Su tanto monta, monta tanto devino en endogámico y murió con ellos. España dilapidó sus riquezas en caprichos, guerras perdidas de antemano y Escoriales. El oscurantismo privó por sobre el renacimiento continental y, desde entonces, esa gran nación corre al cabús de Europa, como bien lo hizo ver el Conde de Aranda, quien atestiguó la crisis de su monarquía con Carlos IV y Fernando VII, no sin antes prever la pérdida de las colonias españolas en todo el mundo (La América de Aranda, FCE).
Pues bien, el mal nombrado Plan de Estudios representa para nosotros lo que para entonces significó a los ibéricos el Edicto de Expulsión. No sólo expulsa a nuestros hijos del saber, del futuro y de la vida digna, sino que nos pone sobre el cadalso a las puertas del poder bajo la disyuntiva de convertirnos por miedo o simular convertirnos, o morir o ser expulsados.
No exagero.