nota-2738157829

No nos engañemos, los totalitarismos no buscan la resolución de problemas, la innovación del mundo, ni siquiera la “transformación” revolucionaria o pacífica de la sociedad: buscan “la transformación de la misma naturaleza humana” (Arendt).

Hoy el totalitarismo tiene una faceta inédita en los dispositivos móviles y en la psicopolítica digital que “degrada la persona humana a objeto cuantificable y controlable”. El panóptico de Benthan —diseño arquitectónico de cárcel donde desde el centro el vigía controla toda la periferia— es hoy un panóptico digital que construimos entre todos y lo mantenemos desnudando y compartiendo nuestro interior y vida, donde en lugar de ordenársenos callar, se nos incentiva a comunicar sin rigor ni pudor; donde no es nuestra libertad la que se prohíbe, sino la que se explota y embota; donde las necesidades no se reprimen, se exacerban, donde el desvelamiento digital y voluntario del alma substituye el potro de tormento (Byung-Chul Han).

Arendt lo vio con claridad: si para Marx la verdadera utopía era liberar al hombre de la labor, que sería “la emancipación de la necesidad, y esto significaría en último término la emancipación también del consumo, es decir, del metabolismo con la naturaleza que es la condición misma de la vida humana”; para ella “las etapas de labor y consumo pueden modificar su proporción hasta el punto de que casi toda la ‘fuerza de labor’ humana se gaste en consumo, con el concomitante y grave problema social del ocio”.

Pero expliquemos primero el concepto de labor en Arendt para que nos podamos entender. Ella parte de dos modos de vida: una vita contemplativa y una vita activa. Se puede vivir toda la vida sin contemplar, pero lo que es imposible es una vida contemplativa permanente. Es decir, la vita activa es una condición humana, en tanto que la contemplativa depende de otras clases de actividades. La primera es la labor “que produce todo lo necesario para mantener vivo al organismo humano”; la segunda es el trabajo, “que crea todo lo necesario para dar alojamiento al cuerpo humano”, finalmente vendría la acción, que organiza la convivencia en sociedad para que “la paz —la condición de sosiego de la contemplación— esté asegurada”. En otras palabras, el ocio —que en griego se decía Skolia y en latín otium— se requiere para la contemplación y a reflexión; para “ocuparse de sí mismo”, origen de toda filosofía y política. En la antigüedad al ocio se le definía por su negación: aquello que era nec-otium y a-skolia, literalmente “sin ocio”, o de las condiciones que hacen posible la contemplación.

Para Locke, la labor es una actividad propia de nuestro cuerpo, mientras que el trabajo lo es de nuestras manos. Toma esto de Aristóteles, para quien los que laboran subvienen con su cuerpo las necesidades de la vida, porque la labor tiene una connotación eminentemente corporal, de esfuerzo y dolor; de allí que el propio Marx hiciera hincapié en la “labor del parto”. Más allá de eso, para Marx la labor es el “metabolismo entre el hombre y la naturaleza”, por medio del cual “los hombres producen lo vitalmente necesario que debe ser satisfecho en el cuerpo humano”. Por ello la labor solo llega a su fin con la muerte del individuo, mientras éste viva, aquélla será “infinitamente repetitiva”. Es aquí donde encontramos las dos etapas del ciclo vital del que hablábamos en el tercer párrafo de este escrito: labor y consumo, donde ambos se siguen y constituyen casi un mismo movimiento que, apenas ha concluido vuelve a comenzar, como pasa con las labores del hogar de alimentación, limpieza y cuidado, o las labores del campo donde el riego y el cuidado no distinguen fines de semana ni días festivos. Por eso Marx hablaba de la emancipación humana de la labor: “el reino de la libertad empieza solo donde la labor determinada por la carencia” (e inmediatez) de las necesidades físicas” terminan.

Ahora bien, antes de la era tecnológica, los bienes de consumo eran el resultado propio de la labor, donde los bienes tangibles resultaban poco duraderos. “De breve duración, decía Locke, de forma que —si no son consumidos— se estropearán y perecerán por sí mismos”. Una vez producidos (los alimentos preparados, por ejemplo) retornan al proceso natural que los produjo, ya por absorción y disposición humana, ya por descomposición. Porque la labor sigue el ciclo del esfuerzo descanso, de la labor consumo y de la necesidad satisfacción. Pero bien dice Arendt: “no hay felicidad ni alegrías duraderas para los seres humanos fuera del ciclo prescrito de agotamiento penoso y recuperación placentera. Todo lo que desquicia este ciclo (…) arruina la felicidad elemental que procede de estar vivo”. Anotemos esto último.

A diferencia de la labor, el trabajo es propio de nuestras manos y fabrica cosas que constituyen el artificio humano, el mundo en que vivimos: casa, vestimenta, transporte, utensilios, tecnología, etc. A diferencian de los bienes de consumo, el trabajo produce objetos de uso duradero. Las cosas se usan, no se consumen. Anotemos también esto.

Otra divergencia entre labor y trabajo estriba en que este último está sujeto a las categorías de medio y fin: el trabajo es el medio donde el producto el fin, en el doble sentido de terminación del proceso productivo y de finalidad buscada; mientras que la labor y el consumo son solo dos etapas de un mismo proceso biológico (necesidad — satisfacción) sin principio ni fin, salvo el nacimiento y la muerte del animal laborans: todos los días tenemos que comer.

Si bien la labor se ayudaba de herramientas y utensilios, éstos eran producto del trabajo que, no obstante, se sometían al ciclo propio de la labor. Hoy, con la tecnificación de la vida, la relación instrumento — hombre cambió. Antes, las herramientas ayudaban al cuerpo y quedaban sujetas a los ritmos y alcances físicos del hombre; hoy las máquinas, con que ayudamos nuestra labor, nos imponen sus tiempos, ritmos y exigencias mecánicas. Daniel Bell destacó lo que significó para la mujer el advenimiento de las lavadoras y secadoras de ropa, disponiendo de más tiempo y libertad para ella y la contemplación; así como —en algo diverso a la labor— “el automóvil barrió con muchas de las prohibiciones de la sociedad cerrada de la pequeña ciudad. Las amenazas represivas de la moral del siglo XIX (…) reposaban en gran medida en la imposibilidad de escapar del lugar y de las consecuencias de la mala conducta (…) A mediados de 1920 (…) para los muchachos y las chicas no era nada viajar 20 millas para ir a bailar a un parador, a salvo de las miradas indiscretas de los vecinos. El automóvil cerrado se convirtió en el cabinet particulier de la clase media, el lugar donde los jóvenes audaces se desprendían de las inhibiciones sexuales y rompían los viejos tabúes”. Pero regresando a nuestro tema, si antes la herramienta no guiaba ni substituía al cuerpo en la labor, la maquina hoy sí guía y en mucho lo substituye. El hombre debe ajustarse a la técnica y no al revés. Un cambio sustantivo de nuestra época es que el hombre teclea, no actúa: el homo digitalis por sobre el homo laborans y el homo faber. Nuestra vida, así, se instrumentaliza y al hacerlo cae en el circuito de medio — fin, donde el producto final manda sobre el proceso y el sujeto, bajo las categorías de idoneidad y utilidad. Nuevamente es Arendt quien sostiene: “en un mundo estrictamente utilitario todos los fines están obligados a tener una corta duración; son transformados en medios para fines ulteriores”, así quedamos atrapados en “una interminable cadena de medios y fines sin llegar nunca a principio alguno que pueda justificar” la utilidad misma; vivimos inmersos en múltiples procesos continuos sin fin y sin sentido. Lessing nos preguntaría: “¿cuál es el uso del uso?”

Por eso nuestro reto es trascender el funcionalismo de los bienes de consumo y la utilidad de los objetos de uso. De allí la política, un mundo no de consumo, ni de artificios (objetos), ni de utilidades, donde siempre terminamos objetivizados e instrumentalizados; sino un mundo de discurso y acción, que nos permite salirnos del circuito del medio — fin e iniciar un nuevo comienzo con el cual nos insertamos en el mundo humano plural en una especie de segundo nacimiento. “El hombre fue creado, sostiene San Agustín, para que hubiera un principio”, porque el hombre no fue creado en el tiempo, sino con el tiempo, brindándole la oportunidad de iniciar a cada instante finito un nuevo futuro: “El ser comienza a cada instante” nos dice Nietzsche.

La labor y el trabajo pueden desarrollarse individualmente, no así el discurso ni la acción, que solo se dan en la pluralidad. Además, a diferencia de la labor y el trabajo, discurso y acción requieren que el sujeto actuante se manifieste, se haga presente, ocupe su lugar como sujeto y haga valer su libertad.

Por eso la acción no puede ser muda, de allí el binomio discurso y acción. “Sin la palabra la acción pierde al actor” (Arendt) y el sentido. Esto es muy importante porque hoy, con la desconfianza en que ha caído la política, el actor prefiere esconderse tras el anonimato de la sociedad civil, esa que dice representar a todos sin que nadie la haya elegido y a nadie rinda cuentas; o bien en abstracciones como la transformación, la democracia, la ciudadanización, la igualdad, la esperanza, tras las que intereses sin nombre y sin rostro hacen sus prestidigitaciones. Bueno, ¡hasta los partidos se envuelven hoy en alianzas variopintas y desteñidas!; tras colores, emblemas, cancioncitas y frases que, como los fuelles, mientras más se inflan más se llenan de vacío. “La acción sin un nombre carece de significado” (Arendt).

Pues bien, hoy enfrentamos varias crisis entre labor, consumo, trabajo, utilidad, discurso, acción y contemplación. Los dispositivos digitales invaden y trastornan lo permanente y esforzado de la labor, la satisfacción del consumo y el uso de los objetos, restando a la primera el dolor y esfuerzo en un consumo no vital, y, por ende, del agotamiento consecuente, encerrando al humano en una engañosa libertad de consumir sin fin ni colapso, aunque sometido a la aceleración demencial del ciclo necesidad satisfacción. Bauman sostiene que el consumo es un acto del individuo, mientras que el consumismo es un atributo de la sociedad, por medio del cual el individuo queda alienado de su deseo y éste es reificado y reciclado en una fuerza externa que pone en movimiento la “sociedad de consumidores”, sobre la que se imponen necesidades artificiales, paradigmas de vida, elecciones, conductas, urgencias y consumos absurdos y hasta suicidas individuales. Así pasamos de una sociedad de productores (homo faber) a una de consumidores.

El consumo responde a la gratificación de las necesidades, el consumismo al “aumento permanente del volumen y la intensidad de los deseos” (Bauman), para que esto se dé, los productos deben perder su durabilidad e incorporar la obsolescencia y lo perecedero de los bienes de consumo. Hoy, los útiles y herramientas no se usan, se consumen brevemente y desechan. El consumismo, además, cambia el sentido del tiempo, éste deja de ser cíclico o lineal para convertirse en puntillista (Maffesoli), de rupturas y discontinuidades: la satisfacción del deseo ya no gratifica ni conduce a la contemplación; sino que dispara con mayor intensidad y velocidad de intervalo el deseo por el deseo mismo. Pasamos así de una economía de apropiación a otra de desecho.

El consumismo, además, no busca la felicidad, sino su contrario. Dice Bauman: “una economía orientada al consumo promueve activamente la desafección, socava la confianza y profundiza la sensación de inseguridad, hasta convertirse ella misma en una fuente de ese miedo ambiente que prometía curar o ahuyentar, ese miedo que satura la vida liquida moderna y es la causa principal del tipo de infelicidad propio de esta época”. Por eso concluye: “El síndrome consumista es velocidad, exceso y desperdicio”. Le faltó infelicidad. Ante ello tercia Han: “Con individuos agotados, depresivos y aislados no se puede formar ninguna masa revolucionaria”. Además, “la pérfida lógica del neoliberalismo reza: ‘el miedo incrementa la productividad’”.

Hoy las redes han generado un consumismo desbocado sin satisfacción posible: el consumo de las propias redes. Un consumismo, además, adictivo. No podemos dejar de estar checando nuestros dispositivos móviles, consumiendo masivamente información adminiculada con algoritmos que nos aíslan en lo igual. “La red se transforma en una caja de resonancia especial, en una cámara de eco de la que se ha eliminado la alteridad, todo lo extraño. La verdadera resonancia presupone la cercanía de lo distinto”, nos dice Byung—Chul Han. Lo digital no solo nos aleja de “lo distinto”, también del otro, así comparta nuestro parecer, porque nos recluye del contacto directo con personas reales y con la realidad misma: hoy todo esta mediado por las redes. Podemos estar en un mismo cuarto y comunicarnos por mensaje de texto. “La comunicación digital carece de cuerpo y de rostro”, pero también de sujeto: “el medio digital, que separa el mensaje del mensajero, la noticia del emisor, destruye el nombre”, en las redes priva el anonimato y sin nombre es imposible el respeto propio de la pluralidad, de allí lo agresivo del leguaje en redes. Finalmente, hoy nuestro aislamiento no es tanto por soledad, sino por hipercomunicación.

La era digital ha creado una nueva esclavitud, ya no estamos atados a la máquina en la fábrica de la era industrial, pero sí, en todo lugar y en todo el tiempo, a nuestros dispositivos móviles, sin horarios de trabajo ni lugar de trabajo. Ya no usamos el producto sino nos encadenamos a él en un proceso propio de la labor, continuo que en el momento que concluye tiene que volver a empezar, consumiendo información que no necesitamos, pero que nos es impuesta por el algoritmo, sin espacio para la satisfacción, el descanso, el ocio y la contemplación. Las redes hoy impiden, incluso, la conversación interna con nosotros mismos: la mismidad, distrayéndonos con mensajes, conversaciones, vidas ajenas, fotos, videos y escándalos sin tregua ni medida. El mundo digital es un mundo de consumo, no de productos, menos de discurso y acción; no tiene principio ni fin, solo perenne adicción.

En el nuevo mundo digital, el discurso es substituido por el mensaje telegráfico, donde el discurrir y deliberar es imposible. No razonamos en las redes; pontificamos, criticamos y acumulamos datos y seguidores. El mundo digital es propio del dedo que cuenta, no narra; acumula, no digiere; confirma o niega, no discurre. Su mundo es binario: sí o no, a favor o en contra, entre cuyos extremos perdemos la riqueza de la deliberación plural propia de la Polis. El tiempo cibernético, además, no es propio del discurso; lo digital numera y compara aceleradamente, pero el discurso debe fluir en y a su tiempo, su aceleración altera la estructura, espacio, desarrollo, ritmo, compas y tonos del discurso hasta hacerlo imposible.

El homo digitalis acumula, cuenta, calcula, contrasta, pero no sabe ni se pregunta el porqué de las cosas. Sabemos cuántos opinan de algo, pero no porqué: “La información es acumulativa y aditiva, mientras que la verdad es exclusiva y selectiva. En contraposición a la información, no se amontona (…) No hay ninguna masa de verdad. En cambio, hay masa de información” (Byung—Chul Han). Más aún, “la masa no filtrada de información hace que se embote por completo la percepción”, hasta que la información ya no informa, sino solo se acumula. El Síndrome de la Fatiga de la Información (IFS, en inglés) paraliza la capacidad analítica del hombre, que es lo que constituye el pensamiento y pareciera que lo que busca lo digital es reducir nuestro margen de pensamiento y, por consecuencia, de libertad y creatividad.

Lo mismo pasa con el saber, a éste “lo precede con frecuencia una larga experiencia. Su temporalidad es completamente distinta a la de la información”, que es atropellada y de corta duración. “La información es explicita, mientras que el saber adopta a menudo una forma implícita”. Además, el flujo apabullante de la información impide en las redes el momento pausado y amplio para la reflexión. Las redes nos han robado nuestro derecho al pasmo, ese remanso de paz y espacio de tiempo que nos permite sorprendernos (inicio de todo conocimiento), digerir, comprender y ponderar el instante. La acción solo se conoce cuando termina, antes de ello es accionar o accionando, no acción. La acción, pues, no solo es en el tiempo, sino que se extiende en el tiempo, por tanto, no se valora día a día, sino en horizontes de más largo aliento. El ciclo inmediatista y fugaz del consumismo no es aplicable ni al discurso ni a la acción, porque su fin no es satisfacer deseos artificiales inoculados en el individuo, sino la convivencia humana y su razón de ser.

Byung—Chul Han se pregunta si hoy es aún posible la acción humana, una acción no entregada a procesos automatizados donde es ya imposible un nuevo comienzo imprevisible, libre y acompasado, en la que seamos sujetos de nuestras decisiones, porque el homo digitalis digita, no actúa. El tema es trascendental, porque la decisión política dista mucho de la decisión consumista, la política es existencial, actúa con la mira puesta en el futuro y con consecuencias en la pluralidad; el consumismo es puntual, instantáneo y su ejercicio individual: elegir no es comprar, discursar no es acumular mensajes y likes, y la Polis no es un mercado electoral. Cuando por gobernar se entiende el marketing, lo político muere.

Nos hallamos a la mitad del río en el tránsito entre el mundo de la labor, el trabajo, el discurso, la acción y la contemplación, y el mundo digital, donde nos jugamos humanizar lo digital, o digitalizar al hombre.

Atrofiados labor y trabajo, e imposibilitados discurso y acción, la vita contemplativa deviene imposible “La musa comienza allí donde cesa por completo el trabajo (el nec-otium) El tiempo de la musa es otro tiempo. El imperativo neoliberal del rendimiento transforma el tiempo en tiempo de trabajo. Totaliza el tiempo de trabajo” en un tiempo más propio de la labor, sin principio ni fin.

Si Lessing preguntaba: “¿cuál es el uso del uso?” Yo añadiría, ¿cuál es el uso del uso interminable de nuestros dispositivos móviles? Y ¿hasta dónde es un consumo más que un uso? ¿Hasta dónde los verdaderos consumibles somos nosotros desnudándonos en datos ante el algoritmo del panóptico digital hasta llegar a ser finalmente desechables? ¿Usamos las redes o las redes nos usan a nosotros? Nuestro uso de las redes es más un consumo que un uso, un consumo permanente, sin fin, de nuestro tiempo, de nuestros datos, de nuestra interlocución, de nuestra capacidad de pensamiento; de nuestra libertad.

Concluyo, si la labor era propia del cuerpo, el trabajo de la mano y la acción y el discurso de lo plural, habremos de preguntarnos cuál es el espacio y la actividad humana en un mundo digital, y si en él el consumo, el producto y lo plural son del y para el hombre o de y para la máquina. Hoy sabemos que el psicopoder es más fuerte que el biopoder, el segundo nos impone desde fuera, el primero nos vigila y controla desde dentro bajo el nuevo totalitarismo de la psicopolítica digital que, como sus antecesores, busca “la transformación de la misma naturaleza humana”. Finalmente, “la estabilidad del régimen totalitario depende del aislamiento del mundo ficticio (metaverso y posverdad) del movimiento respecto del mundo exterior” (Arendt), ese espacio humano que estamos perdiendo ante lo digital en tanto no perdamos los ciclos de la felicidad de estar vivos.

Los prisioneros en los campos de concentración alemanes caminaban dóciles e incrédulos a las cámaras de gas: “esto no es posible, se decían, no es real, no puede estar pasando”. La comodidad y seguridad del saber impiden el pensamiento, pero es lo inconcebible, lo inaudito y el dolor los que mueven al pensamiento. Y es precisamente el pensamiento lo que tienen que destruir los totalitarismos para transformar la naturaleza del hombre. Por eso López Obrador concentra y agota todos los esfuerzos del gobierno federal en imponer cada mañana “el discurso nuestro de cada día”, porque en el momento que pierda el control del discurso, perderá el control de la acción y con ello quedará libre lo imprevisible de la libertad y la pluralidad humanas. El exterminio masivo era inconcebible por inhumano, pero aun así pasaba; los que lo negaban camino a la muerte eran el objeto y el producto mismos de la transformación de su naturaleza humana, ya no eran alguien, eran algo.

¿Hasta dónde el mundo digital es la versión cibernética de los campos de concentración? ¿Somos aún capaces de pensar fuera de las redes? ¿De pensar siquiera? ¿Hasta cuándo? ¿A qué nuevas cámaras inhumanas caminamos por propia voluntad y sin vigías negando la realidad y su inconcebilidad?

#LFMOpinion
#Parreshia
#Totalitarismo
#Humanidad
#Libertad
#Panoptico
#Psicopolitica
#Digital
#Redes

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *