Decía Bobbio que el problema de que el fin justifique los medios es que nadie se preocupa por justificar al fin. Tal es el problema de los cruzados; es de tal magnitud su apostolado que ya nada de su conducta puede medirse en sus propios méritos, sino en razón del tamaño de su misión trascendental, es decir, fuera de este mundo.
Tal es el caso de la ministra pasante y plagiaria, Yazmín Esquivel, entre tantos más: qué importa un plagio, los conflictos de interés, o el más elemental decoro, cuando su misión no es de este mundo.
Ello no quita que la interfecta sea, por decir lo menos, una desvergonzada, ergo, alguien que carece de vergüenza, y es que ante el apostolado de la “Transformación”, plagios y demás aberraciones y excesos no cuentan. En su apreciación, el fin justifica cualquier medio para su consecución. Por ello puede sentarse con la barbilla en alto y hasta con orgullo propia de una soberbia ciega en la sala de plenos en ofensa de la Nación y la más elemental honra. Lo suyo no son las leyes, que supuestamente hace valer, sino su lealtad al proyecto al que, repito, es incapaz de valorar en su propia justificación.
Vive una especie de trance religioso porque su mundo no es de este mundo. El mundo de interrelaciones subjetivas que los humanos hemos construido sobre la tierra, mundo de normas, usos, costumbres y artificios, es precisamente el que quiere destruir para implantar “su mundo” llamado transformación. Por qué habría de detenerse en bagatelas de ilegalidades de una legalidad que, aunque formalmente garantiza, lo que busca es destruir.
Entiendo que para el delirante esta diferencia no exista, toda vez que vive en y para su delirio; pero en el caso de sus fervientes (que hierven) observamos un fenómeno de viralización del delirio. Aquí sí, no inmunización, sino un contagio de rebaño.
Y eso es algo que quizás no acabamos de observar en su entera dimensión: el contagio de rebaño que López ejerce sobre sus ciegos servidores —ahora sí, Dr. Gatell, su fuerza de contagio—puede hacer a una persona aparentemente sensata, un zombi que no conoce ni siente vergüenza porque la “transformación” es un apostolado fuera de este mundo.
Nos acercamos aceleradamente a un mundo manicomio, propio de trastornos de conducta, en donde ya nadie sabrá dónde empieza la realidad y dónde termina, donde priva la cordura y dónde la locura.
Quizás el caso más perfilado y pulido de ese contagio sea el que exhibe con fruición propia de un iluminado, la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, aunque la pasante Esquivel no cante mal las rancheras.
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