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Fue Maquiavelo quien distinguió por primera vez la forma de ver lo social y lo político, donde el bien ve por lo social y la justicia por lo político. La semana pasada hablábamos aquí del carácter perspectivista de la vida. Pues bien, desde la perspectiva del bien, cuando se quiere “ser bueno” lo que cuenta es sustancialmente el “yo”, Pero cuando “actúo políticamente no estoy interesado en mí, sino en el mundo” (Arendt).

Por eso Maquiavelo decía: “Amo a mi país, a mi ciudad de Florencia, más que la salvación de mi alma”, sin por ello abdicar de sus creencias en otra vida y de la salvación de su ánima, pero sí otorgándole mayor importancia al mundo en tanto obra humana que a su persona. Por eso señalábamos en Mirar a México que la comprensión política radica en entender al mundo tal y como aparece para los otros.

En los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Maquiavelo escribe: “lo que hace grandes las ciudades no es el bien particular, sino el bien común”. Y esto no es un planteamiento abstracto del que podamos desentendernos sin que nos juguemos el bien común. Ruego un poco de paciencia para continuar leyendo a Maquiavelo a la luz del “Plan b” de López Obrador y la subsistencia de la democracia en México:

Escribe el florentino: “… sin duda este bien común no se logra más que en las repúblicas, porque éstas ponen en ejecución todo lo que se encamine a tal propósito, y si alguna vez esto supone un perjuicio para este o aquel particular, son tantos los que se beneficiarán con ello que se puede llevar adelante el proyecto pese a la oposición de aquellos pocos que resulten dañados”. Sale sobrando decir que quienes saldrían afectados de no imponerse sobre México el “Plan b” son un par de corcholatas y un grupito de radicales en ataque de pánico.

Pero Maquiavelo profundiza en su análisis: “Lo contrario sucede con los príncipes, pues la mayoría de las veces lo que hacen para sí mismos perjudica a la ciudad, y lo que hacen para la ciudad les perjudica a ellos. De modo que, cuando en un estado libre surge una tiranía, el menor mal que resulta de ello es que la ciudad ya no avanza ni crece en poder y en riquezas, sino que la mayoría de las veces retrocede y disminuye. Y si quiere la suerte que alcance el poder un tirano virtuoso, que por su valor y la fuerza de las armas extienda su dominio, esto no resultará útil para el país, sino sólo para él, porque no puede honrar a ninguno de sus súbditos, aunque sea bueno y valeroso, sin sospechar de él (…) lo que a él le conviene es mantener al estado dividido, y que cada tierra y cada provincia le reconozca sólo a él, de modo que sus conquistas sólo a él aprovechan, y no a la patria”.

Si intercambiamos conquistas por elección; el destino, mandato y legitimidad de los otrora 30 millones de votos tendrían, como lo tienen hoy, el mismo destino: sólo a él aprovechan.

Cierro con la relación entre poder y violencia. Para someter entre todos el poder de uno no es necesaria la violencia. No así en el caso del poder de “uno contra todos”, donde uno “mantiene a todos en un estado de obediencia perfecta, de manera que ya no es necesaria opinión alguna, ni tampoco ningún esfuerzo para convencer (Arednt), bueno, ni siquiera el esfuerzo de reunirse con el otro. Porque la violencia destruye al poder, “la violencia puede transformar el poder en mera impotencia (…) lo que “nunca consigue la violencia es generar poder”, sostiene Arendt, “una vez que la violencia ha destruido la estructura de poder, ya no surge ninguna estructura nueva de poder. A esto se refería Montesquieu cuando dijo que la tiranía es la única forma de dominio que porta en sí misma la semilla de la destrucción”. Y es claro que hay muchas formas de violencia, la física, la institucional, la psicológica, la mediática, la del hambre, etc.

La semilla de la destrucción ha sido sembrada en el suelo patrio. A la larga habrá de destruir a la tiranía misma que la cultiva, pero antes buscará destruir, como hoy, toda otra forma virtuosa de gobierno posible.

De eso se trata mañana, 26 de febrero, de evitar la destrucción, de parar la tiranía, de cuidar la “ciudad”, entendida como el espacio y mundo de todos; diría Aristóteles, para que prive el Inter—Es de todos por sobre el provecho de uno.

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