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Narciso era bello, pero condenado a no conocerse a sí mismo. Aminias, su más terco pretendiente, se quitó la vida en la puerta de la casa de Narciso con una espada que éste le había obsequiado, no sin antes implorar a los dioses vengar su muerte. Ártemis escuchó su ruego y condenó a Narciso a enamorarse sin jamás consumar el amor. Fue así que se enamoró de su propia imagen reflejada en un claro arroyo. Al principio intentó abrazar la imagen, besarla. Pronto supo que ésta era él mismo y que estaba convicto a amar sin poseer ni consumar. Finalmente se clavó una daga en el pecho llorando amar en vano.

Su sangre regó la tierra y de ella floreció un narciso blanco cuyo aceite es narcótico. Narc-iso y narc-ótico comparten raíz, de allí que a Narciso se le conozca también como el entumecedor.

El embeleso de Narciso, incapaz de arder en el fuego de otro, le producía tormento. En indoeuropeo el vocablo Nark, origen del griego Narc, raíz de la que hablamos, significa tortuosidad. Narciso y el narcotizado viven mortificados por sus respectivas adicciones. Viven desaforados, es decir, fuera de sí, sin contención. Son, como la imagen en el agua, inasibles. Para Freud el narcisismo en un “complemento libidinoso del egoísmo del instinto de conservación”, complemento que proyecta su amor, no en romper las barreras del yo para osar extraviarse en otro, sino en redoblarlas en su encierro.

Dos características presentan los narcisistas: “el delirio de grandeza y la falta de todo interés por el mundo exterior (personas y cosas)”, la perdida de relación con la realidad. Viven prendados de ellos mismos y con ellos se bastan. Freud sostiene que retiran “su libido de las personas y las cosas del mundo exterior, sin haberlas sustituido por otras en su fantasía”, destinándolo a la megalomanía: “la libido sustraída del mundo exterior ha sido aportada al yo, surgiendo así un estado al que podemos dar el nombre de narcisismo.”

El megalómano hiperestima el valor de sus deseos y actos mentales, lo que Freud llama la “omnipotencia de las ideas”, una “fe en la fuerza mágica de las palabras y una técnica contra el mundo exterior”, lo real.

El narcisista en el fondo sufre. Nuevamente Freud: “Todos sabemos, y lo consideramos natural, que el individuo aquejado de un dolor o un malestar orgánico cesa de interesarse por el mundo exterior, en cuanto no tiene relación con su dolencia, (…) también retira de sus objetos eróticos el interés libidinoso, cesando así de amar mientras sufre.” El rencor de Tiberio lo arrinconó en fuga sobre un inalcanzable peñasco en Capri, desde donde ensangrentaba al imperio romano al tiempo de repetirse: “Después de mí, que el fuego haga desaparecer la tierra.” (Marañón) Pero lo que el fuego consumía eran sus entrañas.

Nada más solitario que ser el “centro y el nódulo de la creación” (Freud); y nada más angustiante. El enamorado es humilde y cede parte de su narcisismo en busca de compensarlo con ser amado. La imposibilidad de serlo. Encierra al narcisista en un circuito perverso de megalomanía e impotencia, hambre insaciable y negada; al final: existencia vana.

Narciso fue condenado a dos cosas: no conocerse a sí mismo y amar sin ser amado. Si bien se ven, son dos lados de una misma moneda. Uno se empieza a definir, a conocer, cuando no se confunde con algo más. Cuando el niño toma conciencia de su cuerpo y entiende que más allá de su piel hay algo que no es él; cuando la razón y la voluntad se topan con situaciones límite y reconocen hasta dónde llegan sus alcances. Cuando tomamos conciencia de un universo fuera de nosotros que se mueve ajeno a nuestros deseos, nos conocemos a nosotros mismos. Nunca sé es más uno que cuando se difumina el ser sin miedo ni taxativas en lo insondable del ser amado y sé es amado. Quien se enclaustra en su universo propio, no puede conocerse porque es inasible, como un reflejo en el agua. Porque fuera de él no hay nada y, por tanto, todo es en él en un silencioso vacío insondable e infinito.

De allí que Narciso, tan bello y querido por tantos, nunca supo lo que era porque jamás pudo comunicarlo y compartirlo. Su mundo era un reflejo.

El poder es un arrollo cristalino para todo Narciso en busca de jaula, de allí que encierre y castre a tantos en su consubstancial espejismo. Los emperadores romanos en sus Triunfos, grandes desfiles para conmemorar sus victorias, solían llevar a su vera un esclavo que al oído les repetía: recuerda que eres humano: “Memento mori“, recuerda tu mortandad. Porque la vida es siempre compartida; la muerte es lo único incomunicable e incompartible. Se nace de alguien, se vive entre otros y se engendra con alguien. Sólo se muere solo.

Desgraciadamente poder y narcisismo suelen confabularse en incomunicación. La historia del poder es una historia de dolencias y miserias, de perturbaciones y vacíos, de amor vano y demencias, de desencuentros y quimeras. Falso que el poder corrompa, el poder es sólo un espacio donde se extravían quienes no se conocen a sí mismos, por ende, no conocen sus límites y, por tanto, confunde su yo con la creación, su palabra con la revelación y su hacer con el génesis.

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