Arendt fue enviada a cubrir el juicio del último nazi y su sorpresa fue desconcertante. No se encontró con un ario alto, fornido, impertérrito e indomable; el personaje en el banquillo de los acusados era de una insignificancia propia de un expendedor de boletos del Metro: pequeño, torpe, extraviado e irresoluto. “Eichmann era un hombrecito suave y pequeño, algo patético y normal…” dijo de él Peter Malkin, miembro del comando del MOSSAD que lo secuestró. Frente a Arendt tampoco se alzaba una teoría o doctrina que cambiará al mundo, ninguna transformación trascendental para la humanidad entera, ni siquiera un acontecimiento que permitiera pensar que las consciencias habían sido cimbradas en su máxima profundidad. “Ninguna particularidad de la maldad, patología o convicción ideológica” resaltaba en aquel monstruo y criminal de guerra, Adolf Eichmann. Su “única nota distintiva personal era quizás una extraordinaria superficialidad (…) una curiosa y absolutamente auténtica incapacidad para pensar” (Arendt).
Del juicio de Eichmann en Jerusalén, Arendt descubrió la “banalidad del mal”, un simple hecho fáctico que acredita que, a diferencia del pensamiento y la comprensión, que son siempre profundos, porque arraigan y enraízan al ser —que le otorgan un lugar que lo aprehende al mundo—, el gran peligro del mal es su superficialidad: “el mal no es radical, sólo es extremo, y no posee profundidad ni dimensión demoníaca. Puede invadir y asolar el mundo entero, precisamente porque se propaga por la superficie como un hongo. Solo el bien tiene profundidad y puede ser radical” (Arendt), es decir, puede echar raíces. El mal, cual hongo, tiene capacidad viral, tan propia del mundo digital que hoy nos rige, a diferencia de la verdad, el pensamiento y la racionalidad que no son “virables”, es decir, dignos de cualidad viral.
El pobre diablo de aquel “juicio del siglo”, para desencanto de los espectadores, no estaba a la altura de las expectativas de un malvado irredento e insumiso. Eichmann era simplemente incapaz de diferenciar el bien del mal, de pensar por sí mismo, de poder juzgar sin contradecirse. Nunca supo ni se cuestionó si sus acciones habían sido un crimen, un genocidio o una tarea “administrativa”, como coser expedientes o archivar en orden alfabético. Lo suyo era seguir ordenes. No cuestionar. Menos cuestionarse. (Cualquier libre asociación con Mario Delgado, Ignacio Mier, Jesús Ramírez, y tantos otros no erra, ¡acierta!).
“La conciencia, nos dice Arendt, en cuanto tal, se había perdido en Alemania (…), los alemanes apenas recordaban lo que era la conciencia, y en que habían dejado de darse cuenta de que ‘el nuevo conjunto de valores alemanes’ carecía de valor en el resto del mundo (…) Y esa sociedad alemana de ochenta millones de personas había sido resguarda de la realidad y de las pruebas de los hechos” —como las mañaneras—. Los valores, ocultamientos, autoengaños, mentiras y estupidez que impregnaban la mentalidad de Eichmann fueron compartidos por la sociedad toda hasta llegar a convertirse en “un requisito moral para sobrevivir”.
De Eichmann, Arendt destaca “los estereotipos, las frases hechas, la adhesión a lo convencional, los códigos de conducta estandarizados (que) cumplen la función socialmente reconocida de protegernos frente a la realidad, es decir, frente a los requerimientos que sobre nuestra atención pensante ejercen los acontecimientos en virtud de su existencia”. La única manera de sobrevivir era diluirse en la narrativa socializada y hueca, en sus cantaletas y mantras —nuevamente las mañaneras—, para no escuchar nada de afuera ni de adentro, para evitar a toda costa “iniciar ese diálogo silencioso y solitario que llamamos pensar, no regresar a casa y someter las cosas a examen” (Arendt), porque “quien desconoce la relación entre el yo y el sí mismo (esa relación silenciosa de dos en uno de la que habla Platón) no le preocupará en absoluto contradecirse a sí mismo, y esto significa que nunca será capaz de dar cuenta de lo que dice o hace, o no querrá hacerlo; ni le preocupará cometer cualquier delito, puesto que puede estar seguro de que será olvidado en el momento siguiente” (Arendt), al menos por él —y, otra vez, las mañaneras—.
No hay nada como la comodidad y seguridad de los criterios establecidos: “estos pensamientos congelados (…) son tan cómodos que podemos valernos de ellos mientras dormimos; pero si el viento del pensamiento, que ahora soplaré en vosotros, os saca del sueño y os deja totalmente despiertos y vivos, entonces os daréis cuenta de que nada os queda en las manos sino perplejidades” (Platón).
Sin embargo, el mayor descubrimiento de Arendt fue que “la incapacidad de pensar no es estupidez; la podemos hallar en gente muy inteligente (…) La incapacidad de pensar no es una ‘prerrogativa’ de los que carecen de potencia cerebral, sino una posibilidad siempre presente para todos —incluidos los científicos, investigadores y otros especialistas en actividades mentales— de evitar aquella relación consigo mismo cuya posibilidad e importancia Sócrates fue el primero en descubrir” (Arendt), al enseñarnos que “es mejor (…) que muchos hombres no estén de acuerdo conmigo y me contradigan, antes que yo, que no soy más que uno, esté en desacuerdo conmigo mismo y me contradiga” (Platón).
A dos conclusiones llega Arendt con la banalidad del mal: que los hombres pueden convertirse en cualquier momento en algo superficial y superfluo, y que los Eichmann no eran ni pervertidos, ni sádicos; eran “terrible y terroríficamente normales”, incapaces de “saber o intuir que realizaba(n) actos de maldad”: con una “extraordinaria superficialidad (y) una curiosa y absolutamente auténtica incapacidad para pensar””
Y observo a los legisladores y gobernadores de Morena, a su intelectualidad y feligresía, a sus kamikazes y chalecos guindas, incluso a gente inteligente dispuesta a vilipendiarse en “corcholata” o bien a inmolarse en “nada” antes que faltarle a López Obrador, y veo la banalidad del mal, su superficialidad y viralidad; su incapacidad de distinguir el bien del mal, la realidad del autoengaño, la verdad de la hipnosis mañanera; veo la alarmante y “absolutamente auténtica incapacidad para pensar”.
Pero luego veo la acera de enfrente y me encuentro con su reflejo amplificado.
Lo peor es que nos lo advirtió Arendt a mediados del siglo pasado: “si realmente se pretende abolir la libertad política, no basta con eliminar lo que generalmente entendemos por derechos políticos, no basta con prohibir a los ciudadanos ser políticamente activos, expresar sus opiniones en público o formar partidos u otras asociaciones con propósito de actuar, pues es necesario además destruir la libertad de pensamiento tanto como sea posible”.
Y en nosotros está más que destruida.
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