Ayer, en estas páginas, Guillermo Dellamary hizo uso de un concepto muy en boga y que desde hace semanas ocupa mis cavilaciones: “pensamiento colectivo”.
Encuentro que Guillermo lo refiere como la “opinión pública” que, la mayoría de las veces es la opinión publicada y mediáticamente comentada; de corta vida —el tiempo que dura la noticia o la mañanera para nuestros estándares— y que no deja de tener una importante carga de inducción, promoción, masificación y, las más de las veces, manipulación.
Pero una cosa es compartir un parecer, acuerpar una opinión, incluso, sumergirse en una ofuscación, producto de su exposición y repetición mediática y, otra, procesar en colectivo la forja de un pensamiento: pensar colectivamente, generar en común y con la participación activa de otros un pensamiento uniforme.
En “La vivencia de la justicia” y sus clases, Miguel Villoro nos enseñó que un pensamiento surge de una efervescencia intergeneracional en un impulso que se comparte en colectivo, pero a nivel instintivo y pasional, las más de las veces —por lo menos en el pasado— entre personas que, separadas e incomunicadas, viven similares circunstancias e inconscientes pulsaciones, y que, a través de un pensamiento individual en calidad de acontecimiento, llega a hacerse presente. Hoy, gracias a las comunicaciones prácticamente vivimos una conexión global, más no así una compartición del proceso del pensamiento.
Partamos de que somos en pluralidad y que el parecer y presencia del otro siempre tiene un impacto en nuestra individualidad. La propia Arendt habla de que cuando pienso, “me formo una opinión tras considerar determinado tema desde diversos puntos de vista, recordando los criterios de los que están ausentes; es decir, los represento”. Pero una cosa es traerlos al presente en la memoria y otra, muy diversa, es a pensar con ellos lo mismo y al mismo tiempo. Así, cuando pienso llevo en mí los pareceres, experiencias y objeciones de los demás. Pero traer a la memoria presentes las consideraciones propias y ajenas de nuestra vivencia y convivencia, no es pensar en colectivo.
Digámoslo de una vez y con absoluta contundencia: no existe un pensamiento colectivo, quien así lo afirme jamás ha pensado. El pensamiento siempre es un proceso interno, individual, solitario, silenciosos, invisible.
Las únicas manifestaciones externas del pensamiento son: el aislamiento momentáneo de quien piensa, apartándose de los demás, sustrayéndose de su interactuación con los otros y de su conversación; su silencio, su retraimiento en sí mismo —ensimismarse— en una conversación de dos en uno consigo mismo: su distracción sobre lo que acontece fuera de sí. La segunda, una vez forjado el pensamiento, la palabra.
Tan no existe un pensamiento colectivo que requerimos de la palabra para comunicar a los otros lo que pensamos. ¿Por qué expresar en palabras lo que, supuestamente, ya en una mente colectiva pensamos? Si el pensamiento fuese colectivo, ¿qué necesidad hay de comunicarlo a otros? Si pensáramos en la pluralidad no existiría la palabra.
Todo pensamiento es rompimiento y desgarre, una interpelación de la realidad a nuestro ser más profundo, a la superficialidad de lo conocido y acomodado. Un acontecimiento que nos tumba del caballo con su luz novedosa y desconocida, que nos desafora —nos saca afuera— de lo seguro, de lo certero, de lo sabido y de lo hasta entonces confiable. Habrá quien ante ello busque en otros protección, consuelo, aliento, saber y luces, pero eso no es iniciar en colectivo un proceso de pensamiento, sino la expresión de necesidad, ayuda y compañía ante un padecer.
Quien piensa se abstrae en sí, se despega y desapega de los otros; se concentra —se centra en sí— para poder pensar a solas, en su intimidad y silencio.
Al pensar traemos a la memoria todo aquello que nos ayude, como la experiencia propia y la comunicada por otros, así como la imaginación, esa interpretación ideada de lo que pudiera ser diferente y que mejor aplique al reclamo de lo que se nos presenta como ausente, necesario o deseable.
Pero pensamos en nosotros mismos y con nosotros mismos, en soledad. Y si bien una vez lo pensado, al comunicarse, puede verse retroalimentado o cambiado por la pluralidad inherente a lo humano, dicha retroalimentación y refacturación vuelve a ser un proceso individual, silencioso, invisible.
Un pensamiento, una vez hecho público —discurso— se difunde, se comparte, se socializa y puede llegar a ser adoptado como norma de conducta, principio ético, mandato moral, uso y costumbre, y hasta obsesión y locura, pero todo ello es compartición, asunción, convencimiento, creencia, dogma de fe de algo previamente creado en la mente de un individuo. Puede ser que simultáneamente, dadas las circunstancias compartidas, varios individuos incomunicados lleguen a similares conclusiones, pero en la expresión de sus pensamientos, cada uno gozará de la peculiaridad de algo que ya siendo común y compartido es diferente y distinto. En otras palabras, puede haber un parecer compartido, incluso pactado; una opinión pública, una narrativa conductista, un fenómeno mediático, incluso una demencia colectiva, pero no un pensamiento colectivo.
Si yo digo mesa traigo a mi mente una mesa en concreto o en abstracto, que responde a mi pasado, circunstancia y deseo, y cada uno de los que me escucha traerá a la suya otra mesa muy diferente e incompartible. Todos estamos en ese momento pensando en una mesa, pero cada pensamiento es diverso. Como las gotas de agua, en la mente de dos jamás podrá haber dos mesas iguales. Pongo otro ejemplo, reunidas en un cuarto diez personas se les pide pensar juntas qué hacer para combatir la inseguridad que nos agobia. Todas comparten juntas, hic et nunc, la sensación de inseguridad y el deseo de resolverla, pero una piensa en secuestro, otra en asaltos en transporte y vía pública, otra en el robo a domicilio, alguna más el feminicidio. No faltará quien piense en las poblaciones desplazadas por el crimen organizado, en la trata de menores, en la explotación sexual o en el tráfico de migrantes. Y, si bien todas simultáneamente piensan en cómo resolver la inseguridad, no generan simultánea y uniformemente un pensamiento único. Si, después, deliberan sus diversos pensamientos, y arriban a un acuerdo y visión conjunta y compartida, a una expresión de pareceres, no obstante, en lo individual cada una podrá guardar consideraciones de interpretación y de excepción, cuando no de abierto rechazo.
Yo puedo pensar junto con mi vecino que determinada mujer es muy bella, pero el pensamiento de esa mujer en nuestras mentes jamás podrá ser compartido, cada quien, según su concepto de belleza y mujer, así como sus gustos e inclinaciones, tendrá una idea de la misma mujer totalmente diferente.
Y así llego a temor que me despierta el uso desparpajado e impensado de “pensamiento colectivo”, a su sinsentido y riesgo, porque cuando hablamos de pensamiento colectivo, en el fondo estamos hablando de pensamiento único. En la negación de la libertad de pensamiento. En el objetivo de todo régimen totalitario, se vista así con la piel de cordero del populismo en boga y sufrimiento, o en la panacea de la tecnología de la información.
El pensamiento es un proceso en individual. Por la palabra se hace público y por el discurso deliberación y, posiblemente, hasta propósito común, pero siempre baja un doxa (opinión), parecer, bajo una representación y perspectiva individual y su incomunicable circunstancia que, aun compartida, no deja de ser inexpresable en su esencia en mí para con los otros.
Sumamos pareceres y compartimos pensamientos propios, generamos confluencias, propósitos, acuerdos e, incluso, unidad de voluntades y acciones efectivas, pero el pensamiento siempre se construye en soledad y en solitud. Por eso, con Séneca podemos decir que donde quiera que estemos nos bastamos.
La simple agregación de pareceres aislados sobre el mismo tema no hace pensamiento, como tampoco la agregación de necesidades hace pensamiento político. No es un problema de número, es de calidad, no es la simple comparación y adición de datos, es la creación de mundos nuevos.