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Por: Luis Farias Mackey

¡No nos engañemos! La gran mayoría de los alemanes apoyaron abrumadoramente a Hitler después del ataque a Rusia y del establecimiento de los dos frentes de batalla; después del ingreso de Estados Unidos a la Guerra, después de Stalingrado, después de la defección de Italia y del desembarco en Normandía (Arendt). Incluso después de que gran parte de ellos sabían de “La solución final” que se aplicaba a millones de seres humanos en campos de concentración.

Los escasos individuos aislados que tenían conciencia de lo que pasaba y algunos más que contra él conspiraban no eran siquiera visibles.

Muchos militares lo consideraban un “estafador”, un “loco” o un “demonio” que sacrificaba ejércitos sin ninguna razón ni logro, pero la gran mayoría ya estaban para entonces implicados en sus crímenes.

No faltó quien al final se rebelara cuando la derrota era inevitable: “Traicionáis la empresa en bancarrota, les reclamó Reck-Malleczewen, novelista alemán exterminado en un campo de concentración, a fin de tener de coartada que os proteja…”

Eichmann y con él tantos otros, científicos, artistas, empresarios, militares, jueces, burócratas, políticos, periodistas, jóvenes ilusionados, nos dice Arendt, no eran ni pervertidos ni sádicos: eran “terrible y terroríficamente normales”, incapaces de “saber o intuir que realizaba(n) actos de maldad”. Se nos olvida “que la manifestación del viento del pensar, no es el conocimiento; es la capacidad de distinguir entre lo bueno y no malo, lo bello y lo feo”.

Los nuestros son tiempos de banalidad, pero lo peligroso de ellos es la “banalidad del mal”, que no es, dice Arendt, “una teoría o una doctrina, sino algo absolutamente fáctico”, algo que no puede imputarse a “ninguna particularidad de la maldad, patología o convicción ideológica del agente, cuya única nota distintiva personal (es) quizás una extraordinaria superficialidad […] una curiosa y absolutamente auténtica incapacidad para pensar”.

Al observar y estudiar el juicio de Eichmann en Jerusalén, Arendt encontró en el personaje una incapacidad de diferenciar el bien del mal, de pensar por sí mismos, de juzgar sin contradecirse. Eichmann jamás se cuestionó si lo que hacía era crimen, genocidio o simple tarea “administrativa”: él era un burócrata ejemplar que seguía las órdenes de sus superiores sin cuestionar. “La conciencia ―nos dice― en cuanto tal, se había perdido en Alemania […], los alemanes apenas recordaban lo que era la conciencia, y en que habían dejado de darse cuenta de que ‘el nuevo conjunto de valores alemanes’ (¿Transformación?) carecía de valor en el resto del mundo […] Y esa sociedad alemana de ochenta millones de personas había sido resguarda de la realidad y de las pruebas de los hechos […], el mismo autoengaño, mentiras y estupidez que impregnaban toda la mentalidad de Eichmann. Estas mentiras cambiaban de año en año, y con frecuencia eran contradictorias; por otra parte, no siempre fueron las mismas para las diversas ramas de la jerarquía del partido o del pueblo en general. Pero la práctica del autoengaño se extendió tanto, convirtiéndose casi en un requisito moral para sobrevivir”.

Pero ¡ojo!, Arendt encuentra que “la incapacidad de pensar no es estupidez; la podemos hallar en gente muy inteligente”. A veces es comodidad, nos sentimos seguros con los criterios establecidos: “estos pensamientos congelados […] son tan cómodos que podemos valernos de ellos mientras dormimos; pero si el viento del pensamiento, que ahora soplaré en vosotros, os saca del sueño y os deja totalmente despiertos y vivos, entonces os daréis cuenta de que nada os queda en las manos sino perplejidades, y que lo máximo que podéis hacer es compartirlas unos con los otros” (Platón). De hecho, lo que Arendt observa en Eichmann son “los estereotipos, las frases hechas, la adhesión a lo convencional, los códigos de conducta estandarizados (que) cumplen la función socialmente reconocida de protegernos frente a la realidad, es decir, frente a los requerimientos que sobre nuestra atención pensante ejercen los acontecimientos en virtud de su existencia”. Pero también por miedo.

Hablamos del valor de la escucha, pero a veces a quien menos queremos escuchar es a nosotros mismos, “iniciar ese diálogo silencioso y solitario que llamamos pensar, no regresar a casa y someter las cosas a examen” (Arendt), es algo más que común en nuestros políticos, siempre rebasados de actividades, las más de las veces fútiles e improductivas, pero que los mantienen alejados de sí mismos y de su consciencia. La hiperactividad de nuestros políticos es una fuga hacia delante, porque “quien desconoce la relación entre el yo y el sí mismo no le preocupará en absoluto contradecirse a sí mismo, y esto significa que nunca será capaz de dar cuenta de lo que dice o hace, o no querrá hacerlo; ni le preocupará cometer cualquier delito, puesto que puede estar seguro de que será olvidado en el momento siguiente” (Arendt), al menos por él, porque, “la incapacidad de pensar no es una ‘prerrogativa’ de los que carecen de potencia cerebral, sino una posibilidad siempre presente para todos —incluidos los científicos, investigadores y otros especialistas en actividades mentales— de evitar aquella relación consigo mismo cuya posibilidad e importancia Sócrates fue el primero en descubrir”.

Lo peligroso de la banalidad es precisamente su levedad e insignificancia, es decir, su carencia de significado y de sentido que termina por extraviarnos en una extraordinaria superficialidad, en una curiosa y absolutamente auténtica incapacidad para pensar.

Y no, esto no empezó hoy, lleva décadas, de suerte que la banalidad se ha entronizado en algo terrible y terroríficamente normal. En gobierno, en partidos, en política, en información… en vida.

Publicado en #SamaNoticiasDurango

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