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Escribo, tras tiempo de no hacerlo. De madrugada, con el silencio y la oscuridad más allá de mi luz de mesa por compañeros. Dichosos ellos que han podido abstraerse de la locura que como tsunami que todo arrasa, desenrraiza los árboles más frondosos, robustos y anclados del México institucional que llegamos a conocer y a creer imbatible.

Ya no sorprende la locura, sino su furia, su prisa, su viralidad.

Pero más allá de todo azoro y pasmo, intriga por inexplicable y, pareciera, invisible, su halo de embeleso al que tantos se abrazan ciegos de fe, sordos de triunfo, derrochadores de futuro, preñados de altivez, borrachos de desquite. Ni duda cabe que estamos urgidos de creer, no por creer, sino por creer creer.

Hay hoy en México una pandemia de odio demente. De esas como “anillo al dedo”, que encumbra una vez más a merolicos pretenciosos, sabios sin saber, destripadores de razones y sádicos enceguecidos. Hordas sedientas de sangre, de guillotinas e inquisiciones.

¡Al lobo, al lobo!, gritan con sus fauces escurriendo de la sangre, hambre, ignorancia y miseria que, así, logran evadir de instante a instante.

Y sí, México cruje paralizado en una sorpresa que ha vencido todo asombro posible.

Y cuando nos volteamos a ver preguntándonos cómo fue posible; cómo puede serlo aún en tiempo presente y corriendo, encontramos en nuestros adentros un abismo de silencios que expresan a gritos la nada de la que tantos años creímos un nosotros.

Momentos antes me despertó un recuerdo que hoy se me hizo luz: era Aguascalientes y lo que, cual cometa, se llamó la “Alianza Federalista”. Un puñado de gobernadores rebeldes y desencantados de las lentejuelas de una CONAGO (asociación de gobernadores) de efemérides y postín que, atentos a los reclamos de sus regiones, se enfrentaban a un presidente centralista que había hecho del reparto de los recursos públicos capricho de su desmesura. Solicitaban trato y comunicación; respeto, juego limpio y civilidad; verdad y rectitud, y, por supuesto, revisión del federalismo fiscal.

Aquella mañana en Aguascalientes el tema fue la confiscación de los fideicomisos, por no decir, el robo de ellos por el presidente de la República. Escondidos en paquete iban muchos que eran instrumentos creados para financiar a nivel estatal y municipal obras de infraestructura, equipamiento urbano, escolar, de seguridad y salud; transporte, agua y todo aquello que se conoce como salario social o condiciones de vida digna generalizadas para todos sin distinción geográfica y política.

En lugar de ello, el Ogro Filantrópico concentraba ya entonces todo recurso posible en una bolsa discrecional para alimentar a sus “mascotas” hechas clientela electoral —el término es de López Obrador—, a sus desmesuradas ocurrencias y a sus caprichos en desmandado impulso.

Por cierto, lo que se hizo fue interponer una controversia constitucional que la Corte, al día de hoy, sigue sin resolver. Ni en la Alianza Federalista y menos en la Corte se alcanzó a ver la magnitud del robo, porque no eran los recursos lo que ante nuestros ojos se sustraían, sino el pacto federal mismo y la división de poderes.

A los pocos meses la Alianza feneció cual llama sin oxigeno y hoy quien muere, salvo un milagro político, es la Corte.

Pero todo ello pasó ante nuestros ojos sin que hubiésemos entendido que no estábamos ante un gobernante más, con las autolimitaciones propias de todo recaudo, prudencia y norma, y con el instrumental elemental para razonar y dimensionar los costos, sufrimientos y consecuencias de sus actos, arranques y caprichos.

Lo que vimos siempre, desde sus tempranos desarreglos familiares y políticos en su natal Tabasco, no fue a un político ni a funcionario público, ni siquiera a un líder social. Lo que siempre vimos y vemos es a un ser desmesurado.

Y su falta de límites, que sorprende, atrae y espanta, no es una virtud, sino una enfermedad. Enfermedad de la conducta que ahora se ha esparcido en hordas expansivas que cual langostas nada dejan a su paso, en el frenesí de su botín, voracidad, triunfo devastador y ceguera.

Pero en 1824, en el espejismo de la Constitución que nos dábamos, se creó al mismo tiempo al Estado, a la Nación, a los estados, a la federación, a la República, a los ciudadanos y a la democracia. ¡Y se hizo México!

Y hoy, claro, cuando de un manazo acabaron con el pacto federal, el federalismo fiscal y la división de poderes en niveles de competencias geográficas; los federados integrantes de la “Unión” fueron borrados, hechos embajadores, cónsules, senador, o fueron simplemente amenazados, cooptados y subyugados. Y lo que hoy tenemos por gobernadores oscila entre el asco, la grima y el llanto.

Para con los órganos autónomos simplemente bastó con denostarlos, acusarlos de corruptos —en gran parte con razón—, protagónicos —ni quien lo dude— y dejarlos mochos y sin presupuesto.

Con la democracia fue aún más fácil, se le mató con sus propias reglas e instituciones. No lo vimos, pero en junio no votamos para elegir cargos de elección popular y menos una reforma judicial —las reformas constitucionales no se eligen y menos se votan en urnas, para eso hay un Constituyente Permanente—, votamos para matar la democracia y entregar nuestra ciudadanía. El problema no es la sobrerrepresentación, sino la no representación; los triunfadores no se representan ni a sí mismos, son unos zombies hechos porra al ritmo de “es un honor…”. Monreal es el paradigma del político “autoprófago”.

Y en la presidencia de la Corte, quien debió conducir los trabajos para detener la confiscación de fideicomisos y tantos otros atropellos y abusos, sucumbió a su propia desmesura ante el canto de las sirenas y tras ellas saltó de la nave, no sin antes rasgar sus velas, quebrar el timón y romper el casco, en pos de un espejismo convertido en ridículo y befa nacionales y personales. Pero el daño estaba hecho, no en balde se fue incendiando todo a su paso.

Hoy dependemos de 43 senadores y senadoras, de un lado, y la desmesura desmesurada de otro. Lo que veremos a partir del domingo hará palidecer al séptimo infierno de Dante.

México no morirá, sin embargo. No es el primer desmesurado que hemos padecidos en estas desastradas tierras. Pero ya jamás será igual. Sólo lamento no tener ya la edad para poder presenciar cuando finalmente salgamos del pantano que hoy nos traga.

Y aquí, en la oscura soledad y el mudo silencio de una aurora que teme llegar, cuánto ansío escuchar al menos un canto de llorona que me consuele con su “¡Oh hijos míos! del todo nos vamos ya a perder; ¡Oh hijos míos!, ¿a dónde os podré llevar y esconder?”, porque como el enviado a Cortés le dijo a Moctezuma: “¡Vulnerado de muerte está mi corazón! ¡Cual si estuviera sumergido en chile, mucho se angustia, mucho arde!”

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