“Yo no soy Felipe Calderón, yo no soy Felipe Calderón; ¡para que quede claro!”, fue lo que logró contestar López Obrador a la prensa que cubría su gira en Sinaloa, tras que ésta fuese detenida como parte del convoy presidencial por un retén del crimen organizado.

La respuesta la repitió en la mañanera del lunes siguiente en Palacio Nacional: “no soy Felipe Calderón”.

Ambas se inscriben en la versión de “no somos iguales” que, aunque no se crea, dice mucho más que su literalidad.

Empecemos por la respuesta en Sinaloa y Palacio: López Obrador no niega en ningún momento el retén. Antes bien, argumenta en descargo que estos se replican en buena parte de la República. Es decir, convalida la aseveración y la ¡generaliza!, para inmediatamente decir algo así como: “sí, pero no como con Calderón”.

El problema para él no es que el narcotráfico violente el libre tránsito en México, que lo haga, incluso, sobre el convoy presidencial y por sobre la soberanía territorial; sino que con Calderón era peor. Sin que al efecto aporte prueba algún sobre ello.

Así llegamos al sobado argumento de: “No somos iguales”. Analicémoslo.

El no somos iguales mide toda relación verticalmente: quién está arriba y quién abajo; muy propio del poder, por cierto. No es una relación horizontal de igualdad; ni en personajes, circunstancias y tiempos. Lo primero es colocarse por encima de todo, ver siempre de arriba abajo.

Si hay algo o alguien inferior a mí, yo no soy inferior. Cuando se dice “no somos iguales”, en realidad se está diciendo, soy superior a cualquiera. Si los otros fuesen mejores, se vería obligado a cuestionarse y esforzarse a sí mismo; pero si todos son peores, se está seguro en supremacía y seguridad. No hay nadie que, en igualdad de condiciones, pueda competir con él. No hay verdad que valga, ley que impere, razón que prevalezca, ser que dispute.

Bajo el esquema de no somos iguales se puede todo, pero no porque sea bueno, legal, justo o verdadero, sino porque sé es superior: se puede pactar con el narco, no porque no sea malo, sino porque no lo hace Calderón; se puede tener la Casa Gris, porque no es la de Loret de Mola, se puede hacer lo que sea, no por sus méritos, sino por no ser igual, por se es superior.

Ya no es qué se hace, sino quién lo hace. No es el contenido y sentido de la acción, sino la calidad del sujeto. De ahí que se diga que basta con tener la conciencia tranquila, toda vez que en su subjetividad no ve hechos, ni conductas, ni moral, ni leyes; solo niveles y sujetos: estoy arriba y no soy igual a nadie.

Pero ello es atrozmente solitario, no se tiene con quien relacionarse, ni siquiera con sí mismo. Toda acción implica relación; toda acción se produce fuera de nosotros mismos, entre nosotros y el entorno, entre nosotros y los demás en una relación de igualdad. Hasta Dios tuvo que inventarse al hombre y a la Santísima Trinidad para no estar solo. Dice Arendt: “Toda soledad sostenida consecuentemente termina en la desesperación y el desamparo, simplemente porque uno no puede abrazarse a sí mismo”.

En la superioridad no hay relación posible, sé es único.

Pero no solo eso, el no somos iguales implica, también, odiar en los otros la inferioridad propia: Negar la propia banalidad, falibilidad y capacidad de aprendizaje y de nuevo comienzo (rectificación). Lo que tanto proyecta López Obrador en su odio a Calderón, a los conservadores y a todos sus demonios y fantasmas es lo que más teme y odia de sí mismo. Negarlos es negarlos en él, señalarlos es extirparlos de sí: proyectarlos en otros; odiarlos es, en el fondo, odiarse.

No somos iguales es, en los hechos, confesión de serlo y, quizás, peor.



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