Nuestros partidos se quejan de tener la legislación electoral más complicada del mundo. Lo que no dicen es que es hija de sus desconfianzas.
Que tengamos un aparato electoral muy obeso es también culpa de sus suspicacias y travesuras. En una misma elección, un partido puede denunciar en contra de otro las mismas violaciones y abusos por las que es fundadamente acusado. Basta ver los desaseos en los procesos internos de todos los partidos para conocer las entrañas de su compromiso democrático.
Lo peor, sin embargo, es que nuestra partidocracia terminó por trastocar la lógica más elemental de la técnica legislativa. No solo en lo electoral, sino en cuanta legislación ha tocado.
Expertos en romper acuerdos, nuestros partidos, según su posición, solían pararse de una mesa de negociación —cuando todavía las había— en la que acaban de pactar discreción sobre lo pactado para declararlo a la prensa y así elevar el costo de las negociaciones. No en balde Zedillo dijo en 1996 que esperaba que aquella fuera la reforma política definitiva, no en un afán de congelar la historia, sino de acabar los chantajes de los que abusaban todos los partidos, incluido el del propio Zedillo.
Pues bien, resultó que los partidos pactaban una reforma constitucional, pero fieles a su tara de pay per view—pago por evento— volvían a negociar desde cero las consecuentes reformas en las leyes secundarias, hasta que les pareció un ahorro de tiempo y un seguro para que nadie se echará para atrás en la legislación secundaría, poner todo, incluso a detalle de reglamento o acuerdo administrativo en la Constitución. Hoy, incluso, en los transitorios constitucionales se legislan leyes secundarias.
Y así encontramos artículos, como el 41 constitucional, que pudiera ser ley por su nivel de detalle.
Y claro, en lugar de solventar problemas los complicaron, porque ahora que ya no hay mayorías arrasadoras, reformas que debieran ser de mero trámite en leyes secundarías, al estar legisladas en la constitución, dificultan su tratamiento, encarecen su negociación e imposibilitan la construcción de mayorías calificadas. Cualquier reforma se convierte en un tema de Estado de rijosidad innecesaria.
Ojalá y solo fuera eso, el principal problema es que hemos deformado a tal grado la Constitución que es un ornitorrinco monstruoso y no un texto primigenio que fija con claridad los grandes acuerdos nacionales.
De allí que una de las primeras asignaturas, si queremos recuperar al país, será regresar la seriedad y a la palabra en la política, la honorabilidad en los partidos y la técnica jurídica en la legislación.