El mal no procede del exterior (extrinsecus), está en nosotros (intra nos est): en nuestras vísceras se asienta (in visceribus ipsis sedet), enseña Séneca. Lástima que en la mañanera no lo sepan y sigan culpando al otro de sus descalabros.
Por eso, aprender la virtud es siempre desaprender los vicios. Nuevamente Séneca: “La sabiduría no llegó a nadie antes que la sinrazón”. Y para llegar a aquélla, hay que salir de ésta.
Y, sí, todo esto tiene que ver con lo que pasa hoy en la educación en México.
Para el mundo clásico, la pedagogía tenía mucho de medicinal. Pero qué curaba la educación: al alumno. Esto es toral, la educación tiene que ver, antes que nada, con el estudiante para con sí, para con los demás y para con el universo mismo. El alumno es el sujeto y el objeto de la educación. Guardemos esto para el final.
Nadie sale por sí mismo de la ignorancia, empezando porque ignora que ignora e ignora que sabe. Alguien debe de enseñarle, tanto la existencia de eso ignorado, como de aquello que le es conocido.
El alumno necesita, pues, al maestro.
Dicen los orientales que cuando el alumno está listo el maestro aparece. Desgraciadamente no siempre es así, al menos no en un mundo de ignorantes, como en la pintura de “Los ciegos de Gruegel”, donde unos invidentes, a la sombra de la fe—representada por una iglesia que se observa al fondo— siguen a otro en la busca de un puente para cruzar un río en su camino. Al que siguen cae al río, sin que los demás se aparten de la fila, confíen en sus propios instintos, conocimientos e instrumentos. Todos llevan un bastón que pudieran utilizar para orientar sus pasos por sí mismos, pero han dejado de confiar en sí y en sus capacidades. Ignoran lo que saben, no solo lo que ignoran.
Guardado todo respeto a la invidencia física, la niñez debe salir de la ceguera de su ignorancia; para ello necesitan tener a la vista ejemplos que turben su quietud (seguir ciegamente al ciego) y confianza, y la impelan a descubrir más allá, a dudar. En todo alumno hay escondido un Ulises, un Colon, un Marco Polo y un Gonzalo Guerrero. Pero ese arrojo necesita de destrezas, principios y conocimientos que le permitan al estudiante vivir la vida, del maestro que le muestre el camino que solo debe recorrer él mismo.
Para ello, es menester saber qué no se sabe, pero, por igual, que sabe más de lo que se cree saber.
Es por ello la educación camina sobre dos rieles, el del conocimiento y el de la memoria; lo que es nuevo y lo que se tiene que recordar, en una imbricación llamada aprendizaje.
Para salir de algo es necesario saberse dentro de él, y para ello es necesario el maestro.
Pero algo aún más trascendental: el sujeto de la educación, no busca per se un saber que substituya su ignorancia: “el individuo debe tender hacia un estatus del sujeto que no conoció en ningún momento de su existencia. Tiene que sustituir el no—sujeto por el estatus de sujeto, definido por la plenitud de la relación consigo mismo. Tiene que constituirse en sujeto, y en ello debe intervenir el otro” (Foaulcault): el maestro.
Ya antes habíamos explicado que la enseñanza es una verdadera transformación, una transfiguración de su espíritu.
Y para ello, tras la importancia del sujeto, el alumno —al mismo tiempo el objeto de la educación—, está la del maestro: entre el individuo que desconoce su propio yo “y quien haya llegado a una relación de dominio de sí, de posesión de sí, del placer consigo, que es en efecto el objetivo de la sapientia, es preciso que intervenga el otro” (Foucault), porque educat (educa) es un imperativo; de allí que, antes de derivar de educare (educar), deviene de educere: “tender la mano, salir de allí, conducir fuera de sí”. Esa mano es el maestro.
Porque no se trata de transmitir sólo un conocimiento o pericia, sino de salir de un estado, de un modo de vida, de una forma de ser. Si se me permite, se trata de una nueva calidad del ser y en el ser que, así, se con—forma, se sabe y reconoce como sujeto, ante él y ante el mundo. El conocimiento como abatimiento de la ignorancia nada es si el sujeto no cambia en sus entrañas (in visceribus).
La educación no es otra cosa que la constitución del sujeto. De allí que en ella la primera obligación es considerar al alumno como sujeto y no como objeto: objeto del conocimiento, del magisterio, de la “continuidad burocrática educativa”, de la ideología, del fanatismo o del Estado.
Hoy, la educación en México se dice diseñar contra molinos de viento llamados “colonialismo, patriarcado y mercantilismo”, diseño en donde se echa de menos al maestro, al saber, pero por sobre todo, al alumno en tanto sujeto.
La “Nueva Escuela Mexicana”, está plagada de dogmas, espectros y épicas, pero carece de maestros y alumnos.
Caminamos ciegos tras la ceguera. La sinrazón guía hoy a la educación en México.