La historia es siempre de lo finito, de aquello que muda, que hace su fugaz aparición en un cuerpo celeste perdido en el universo para desaparecer luego en el devenir.
La historia, pues, es cosa de hombres. Lecomte du Nüoy sostenía que ésta empezó cuando un primer hombre levantó su brazo en defensa de su prójimo. Arendt nos diría que ahí hubo una acción, una relación y un sentido. La acción, a diferencia de la producción, tiene victoria o derrota, en tanto que aquella, éxito o fracaso. Producir y fabricar tienen un objeto que depende del trabajo y los medios aplicados, y que se logra o se malogra. En cambio, la victoria y la derrota son hijas de la acción que siempre se da entre hombres (relación). La acción es siempre un juego de poderes. El poder se engendra en “el entre”, dice ella, en lo que es entre los hombres (inter—es:, en medio de ellos y sus relaciones. La acción se corresponde a la pasión: quien actúa ejerce poder propio padeciendo los ajenos.
Pues bien, la victoria y la derrota son siempre en el tiempo, entre hombres y poderes, y a través de la acción.
El pensamiento de la producción es la ciencia; el de la acción la filosofía, en tanto cuestionamiento y diálogo internos, siempre referidos a los otros: aunque me cuestione de mí, siempre lo hago pensando en el hombre como sujeto. Este pensamiento y acción carecen de objeto, como la producción, y de finalidad; su única limitante es la vida del que lo piensa.
El pensamiento filosófico y la acción no persiguen ningún fin concreto, pero sí crean sentido. Dice Arendt: “la acción es ‘pensamiento práctico’, el pensamiento es ‘razón que percibe’, o sea, acción que ‘percibe el sentido’, o ‘elucubra el sentido.’” Esto esconde una afirmación: la acción tiene sentido porque es movimiento constante, a diferencia de la producción que culmina y su cumple con lo producido.
Todo lo producido puede destruirse; en cambio, nuevamente Arendt: “La Odisea es un trozo de la eternidad en la inmortalidad del género humano”. Esto amerita deshebrarse con cuidado. Si la acción es fugaz y pasajera, si no tiene fin, si todo fin engendra su siguiente fin, si es finita, y, por tanto, histórica, necesita del recuerdo para conservarse. El árbol y la madera con que se produce una mesa y la mesa misma carecen de memoria, no así la acción que es siempre humana y entre los hombres. Por ello, toda historia es historia política “historia de los hombres que actúan y padecen, cuya acción y pasión en sí mismas no tienen ninguna subsistencia”, más allá del recuerdo, porque lo suyo es el constante devenir: el sentido.
Bien, la transformación de López Obrador parte de negar la transformación. Si somos seres finitos en el tiempo y nuestra acción es siempre permanente, la transformación es y es imparable, aún a pesar de nosotros. Podría parar si acabamos con la vida en el planeta, como consecuencia del fin del sujeto que actúa, pero ese es otro cantar. En otras palabras, la transformación no es un bien apropiable, que pueda escriturarse, ni propio de monopolio. Es una constante universal; si se me permite el atrevimiento, es metafísica: “es”.
Y como Marx —guardadas sus obvias diferencias—, López Obrador se apropia de la transformación para erigir un mundo que ya no pueda transformarse. López se adueña de la acción política, de la historia, de la pluralidad y de la ausencia de fin del pensamiento y acción humanos en permanente transformación, para cambiar la naturaleza y mudanza del cambio.
Transforma para que con él cese toda transformación. Que se pare el mundo. Trabaja para que nada ni nadie pueda transformar lo que es de suyo transformable, mientras haya vida, pensamiento y libertad. Pretende legislar el futuro para que nadie pueda desmontar su destrucción.
Cual si fuera la producción de una mesa, López Obrador pretende imponerle fines a la acción política y a la historia, prescribe el fin del componente mudable de la acción. Diría Arendt (y hablaba sobre Marx): “el ‘cambio del mundo’ tiende entonces a impedir definitivamente que los hombres actúen y produzcan cambios. Obtenemos así un mundo, a que a lo sumo podemos agregarle objetos”, (trenes, aeropuertos y refinerías), hasta que el aburrimiento y el tiempo conduzcan a la destrucción de los objetos que, en apariencia, se oponen al curso libre de la acción.
La transformación de López Obrador lleva inscrita en el alma su propia muerte: al dejar de transformar, será rebasada por la verdadera mudanza humana. Miles de años adelante alguien la desenterrara cual momia egipcia, drenada de toda vida y envuelta entre paños para el olvido. Porque la política no es producir momias ni obras faraónicas. Aquel desconocido prehistórico que alzó el brazo en defensa de otro, no fabricó ningún producto: creo sentido digno de recuerdo y emulación. No pretendía clausurar con él el mundo, quería hacerlo vivible.