“Con miedo no se llega a ningún lado”, me dijo aquella mañana Guillermo Cosío Vidaurri, entonces gobernador de Jalisco, antes de abordar el camión presidencial.
Platicábamos de un evento en la gira por su estado sobre el que se tenía información de posible violencia durante su realización.
El acto se llevó a cabo, no como lo teníamos planeado, pero sí con cierta improvisación en el quiosco de la plaza central, con un magnavoz y éxito.
Lo de menos fue el evento; la frase se me quedó grabada desde entonces.
El miedo paraliza. Y, claro, esa es su función, es una alerta a nuestra conciencia de que algo está pasando. Quien no tiene miedo no es un valiente, es un inconsciente.
No era nuestro caso, sabíamos que corríamos un riesgo al acudir a esa plaza y a ese evento, pero, considerados todos los escenarios y se tomó la decisión de correr el riesgo.
El problema es cuando el miedo se inocula precisamente para no llegar a ningún lado. Para que la gente no se atreva, para que se encierre en su casa y cierre los ojos, para que voltee a otro lado, para que calle.
¡O para que hable de lo que quien dispersa el miedo quiere que se hable!
En esta ecuación la inseguridad juega un papel estelar. Pero no me refiero a la inseguridad extraestatal, que sin duda cuenta y mucho. Me refiero a la inseguridad que genera y administra el Estado cuando en lugar de combatirla la convierte en instrumento de gobierno, entendido como sometimiento.
Miedo a perder el trabajo, la pensión, el apoyo, la beca, o, incluso, el anonimato, a dejar de pasar desapercibido, a llamar la atención, a despertar furias.
Pues bien, México vive hoy con miedo. Miedo no sólo por la violencia del crimen organizado, sino y principalmente, del Estado.
Menores mueren sin medicamentos, mujeres por violencia de género, empresas quiebran, el hambre cobra sus cuotas junto con la enfermedad y la ignorancia. Los médicos, gremio aguerrido, cuyos movimientos anunciaron el despertar democrático del milagro mexicano, son hoy expoliados y estigmatizados ante una pasividad que espanta. La gran mayoría prefiere callar. Quienes no, no logran sin embargo generar comunidad suficiente para sostener un movimiento e imponer una narrativa
Así, innúmeros colectivos no hallan cauce, voz, ni organización; ni siquiera valor para expresar su dolor. Los contiene el miedo: muros de miedo hoy impiden la organización social y la participación política. Séase empresario, líder social, político o simple maestro o alumno del CIDE, enfermera, madre de niño con cáncer o de un desaparecido, mujer o adulto mayor. Ya no hablemos de periodistas y de los villanos favoritos de la 4T.
Eso en la sociedad civil, mientras que en los partidos políticos observamos liderazgos de impotencias y gesticulación. Salvo honrosas excepciones, nuestros partidos son simples escenarios de dirigencias extraviadas de sus bases; éstas, más extraviadas aún de algún vestigio de línea programática y principio político que como eco resuene aún entre los despojos de sus borracheras de poder. Hoy, la excepción es la voz de un líder que concite a organizar una verdadera oposición nacional con un verdadero proyecto de Nación y no solo la suma de miedos y vergüenzas.
Nuestro pasmo es de miedo. Por eso se puede hacer del Legislativo un reguilete, del Judicial escarnio, de la Federación expolio y de la Constitución detritus.
Miedo es lo que corre por nuestras venas, pero con miedo no se llega a ningún lado.
No es pues un problema con quién para el 24 ni de una alianza de pánico; sino de agallas propias.
Tampoco se trata de envolverse en el lábaro patrio y tirarse del Castillo de Chapultepec, pero sí de que cada quien en su circunstancia tome consciencia de su miedo y mida con objetividad sus riesgos y posibilidades. La mayor de las veces el monstruo que nos espanta no es más que la sombra reflejada de un enano escondido en el tapanco de un edificio viejo.
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