No, no es Acapulco, ni San Francisco. Para el caso es cualquier lugar; todo aquello que no sea su mañanera. Por eso viaja con ella y su pequeña corte y reparto; por ello la repite a donde va. Fuera de ese su escenario artificial y controlado, podríamos decir, des—escenificado, es insignificante; se aprecia extraviado, inseguro, torpe. ¿Empantanado? ¿Miedoso?

No, no son los damnificados, ni las madres buscadoras, o las feministas; tampoco los niños con cáncer. No fue Xóchitl, o los Lebarón, ni siquiera los gobernadores de otros partidos no aptos para embajador. Es cualquier persona. No es el Senado ni La Corte; es todo lo es más allá de sus templetes; es la intemperie. No, no es la investidura que tanto dice cuidar, es su desnudez. Su nimiedad.

Su personaje y puesta en escena son desde hace mucho su propia celda y tapanco. Fuera de ellos, el pequeño matoncito, el dueño de la verdad y señor de la realidad; sus carcajadas y dedo flamígero, sus otros datos y monodiscurso son sombra y ruido.

Otis y Acapulco, que tanto quiere olvidar —como las medicinas, las masacres, las obras indómitas—, son la realidad que niegan su mundo alterno llamado “Transformación” y muestran su verdadero tamaño.

No, no es la política exterior, ni las reuniones bilaterales o multilaterales; es que junto a otros jefes de Estado se achica y esfuma, da lástima y vergüenza. Por eso se ha comprado su propia realidad internacional de pares enanos, impresentables y horrorosos.

No, no son los acapulqueños, los “conservas”, los adversarios, los enemigos de la transformación. Es él en su laberinto.

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