uestro problema con López Obrador es que lo oímos, pero no lo escuchamos y, claro, provoca en nosotros una respuesta inmediata, tras la que logra esconder no sólo el tema del que no quiere que hablemos, sino su conducta misma. Lo que ésta nos dice.
Ayer por la mañana, con una displicencia digna de déspota, decía: “Ya que estamos hablando de Tabasco… vamos a terminar con esto de que nos van a llamar a cuentas, ¿no? Para que expliquemos la política energética de nuestro país, que nos tiene muy preocupados… A ver si consigues a mi paisano Chico Che y ponemos esa de ’Uy qué miedo’”.
Se refería a una queja formal por la política energética del gobierno Federal por los gobiernos de Estados Unidos y Canadá en el marco del Tratado de Libre Comercio (T-MEC).
El tema no era nuevo ni inadvertido, “no nos debemos de llamar a sorpresa, dijo ayer en el noticiero de López Dóriga, Ildelfonso Guajardo, exsecretario de Economía y exnegociador en jefe por la parte mexicana del nuevo tratado: tuvimos muchísimas señales. (John) Kerry vino en infinidad de ocasiones a México a mandar el mensaje. La misma ministra, la representante comercial, Katherine Thai, envió cartas. Congresistas norteamericanos se han expresado. Así es que no nos podemos llamar a sorpresa. Era cuestión de cuándo iba a ocurrir este inicio de solicitud de consultas”.
Y ocurrieron.
Y qué hizo López Obrador, una respuesta totalmente desenfrenada, sin control ni relación con nada; ni con el tamaño del problema, ni con la seriedad de la ocasión, ni con el respeto mínimo entre socios comerciales, jefes de Estado y naciones. Una actitud juguetona, infantil: “¡Uy, qué miedo!”
Ya lo hemos apuntado, así responde a las situaciones que le son particularmente dolorosas o difíciles: pide una canción, pasa por alto de las cosas peligrosas y sigue como si nada hubiese pasado, como si no le preocuparan en absoluto.
Cuando es precisamente lo contrario, cuando en voz de Chico Che manda decir a Estados Unidos y Canadá: “¡Uy, qué miedo!”, lo que confiesa en el fondo es que está muerto de miedo, pero en lugar de aceptarlo, lo desdeña, dice que le es indiferente, que la lluvia no le moja y el sol no le quema. Para él solo importa aquello que sucede bajo la luz de su propia visión y desempaña un papel en un propio plan, lo demás no tiene entidad.
Y así nos manipula y manipula las situaciones negativas, sólo existe lo que a él le interesa, lo demás queda desaparecido. Para ello tiene que avanzar velozmente, por eso se desesperaba porque su floor manager no proyectaba a Chico Che de inmediato, dando así un tiempo involuntario para que el espectador recuperara el tema verdadero de la narrativa. Pero esa su velocidad en brincar de un tema a otro —en oposición a expresarlo en cámara lenta— que lo condena a jamás dejar que su cosecha fructifique, por eso todo lo deja a medio hacer, por ello le importa más anunciar, parlar, inaugurar sin concluir, jamás cosechar el fruto de su impotente esfuerzo. ¡Todo en él es precoz! Su gobierno antes de la toma de posesión y su anterior presidencia legítima, su pista aérea sin permisos, su maqueta de refinería, su triunfo sobre la corrupción, sus denuncias de fraude electoral antes de que suceda, sus acusaciones jamás probadas y un largo etcétera.
En su persona hay una relación patológica con la realidad que, entre otras cosas, le hace desarrollar problemas físicos como trastornos intestinales, úlceras u otros. Pero no sólo no escucha a su cuerpo, que se lo cobra en salud, tampoco se escucha a sí mismo. Cualquier otra persona reaccionaría con cautela y hasta miedo. El miedo es una excelente alarma de nuestro organismo que nos dice que algo no está bien y que debemos estar atentos, concentrados, prestos a reaccionar, con seriedad y madurez.
Pero no, ante el peligro suelta la carcajada, como si fuese dios del Olimpo, baila en el escenario de su mañanera, se arropa con los enanos y payasos de su repertorio y llama en su auxilio a Chico Che.
Sorprende la capacidad del sujeto para hacer alarde de sus contradicciones y autoflagelación: al tiempo de reclamar a quien piense que Biden o Harris pudieron exigirle explicación alguna, alegando que son gente decente, seria, de fino trato, respetuosa de México y de su presidente; les pone entre carcajadas a Chico Che e insulta a los pueblos norteamericano y canadiense con “¡Uy, qué miedo!”.
En el fondo, inconscientemente es el peor de sus adversarios.
Biden y Trudeau jamás le contestaran “¡Uy, qué miedo!”, no son fatuos, pero le van a contestar.
Al tiempo.