los diez Ministras y Ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Respetuosamente.
No es lo mismo llenar que ocupar, por supuesto que quien llena un espacio lo ocupa físicamente; pero ocupar, además de “llenar un espacio o lugar”, es “tomar en posesión, apoderarse de un territorio; dar qué hacer, qué trabajar; llamar la atención, dar qué pensar”. Ocupar es adueñarse, ejercer acción, irrumpir, hacerse cargo. Quien ocupa se ocupa.
Por eso José Ramón Cossío diferenció el Zócalo de la Plaza de la Constitución y llenar de ocupar: “No sólo, dijo, hemos querido llenar el Zócalo, venimos a ocupar respetuosa y temporalmente la Plaza de la Constitución”. Llenar el Zócalo de acarreados es colmar una plaza pública; ocupar la Plaza de la Constitución, en los términos planteados por Cossío, es llenarla de Constitución, habitarla con la Constitución misma. Que en ella el pensar, quehacer, atención, voluntad, discurso y acción sean la propia Constitución.
La figura trazada por Cossío deja fuera de la discusión la capacidad operativa de atiborrar físicamente el Zócalo, hacer que tanto obsesiona a López Obrador. No se trata ya de eso, se trata de dar contenido y sentido a la acción humana y colmar de política el espacio público. El ciudadano como actor, no como bulto, pase de asistencia ni cliente. Sin embargo, ayer por la noche escuchaba a Claudio X González con Loret, y Claudio cayó en el garlito de López Obrador de a ver quién llena más plazas, no entendió a Cossío.
Recuperando lecturas juveniles encuentro que “la Constitución no es un cuerpo jurídico seco y formal. Es un texto vivo que, nutriéndose de la sabia popular, alienta los más sanos ideales y la perseverancia de los mexicanos en su consecución”. Por su parte, Ferdinand Lassalle empieza por distinguir la ley de la Constitución; la última es La Ley Fundamental: una “fuerza activa” en sí misma con “imperio de necesidad” que hace posible que las demás leyes e instituciones jurídicas sean realmente lo que son. No es pues solamente un cuerpo normativo constreñido al ámbito del derecho, es un poder”. Y así inicia su segunda conferencia sobre ¿Qué es una Constitución?, advirtiendo: “los problemas constitucionales no son, primariamente, problemas de derecho, sino de poder”. Para ello, dice, hay que penetrar en la “cruda disonancias de opiniones”, en el “estridente coro de desarmonías, de afirmaciones que se acusan de mentirosas unas a otras, para alumbrar la verdad cuyo resplandor es tan claro y potente, que hasta los partidos políticos más dispares se ven obligados a reconocer”.
“La verdadera Constitución de un país, continua Lassalle, no se encierra en unas cuantas hojas de papel escritas, sino en los factores reales de poder, y que son éstos, los resortes de poder, y no el derecho extendido en el papel, los que informan la práctica constitucional”. Por eso Cossío puntualizó: “La Plaza de la Constitución —desde y a la que le hablaba, convertidos los océanos de ciudadanía que por todos sus afluentes la llenaban y se desbordaban en más de 120 plazas y ciudades nacionales y de fuera de nuestras fronteras—, es el espacio físico que alude a la estructura jurídica (agrego yo: y política) que reconoce nuestra pluralidad política y nuestra composición multiétnica, nuestros derechos humanos, como proyectos de vida a realizar, la diversidad de nuestras regiones y nuestra gente, los frenos y los contrapesos para quienes temporalmente ocupan el poder, también nuestro sistema democrático”.
La Constitución entonces alude a lo que somos y a lo que aspiramos ser como conjunto humano sobre un territorio llamado México y sobre un mundo entendido como espacio humano de relaciones intersubjetivas. Llenar el Zócalo de Constitución es llenarlo de México, eso que nadie ve ni puede definir, pero que todos sabemos qué es y llevamos dentro.
Heródoto decía que hay que defender las leyes como las murallas de la ciudad. Y para Montesquieu la decadencia política inicia por el socavamiento de la legalidad, ya porque el gobierno haga mal uso de ellas, ya porque la autoridad del hacedor de leyes se vuelva dudosa y cuestionable. En ambas situaciones las leyes dejan de ser tenidas por válidas. Sin la ley, la Polis pierde la fe en la capacidad política de su acción. La convivencia deja de tener sentido y corresponsabilidad.
Pero lo más importante es lo señalado por Lassalle: la Constitución no es exclusivamente un problema de derecho sino de poder. Y el poder no es un asunto de fuerza sino de pluralidad: “el poder surge entre los hombres cuando actúan juntos y desaparece en el momento que se dispersan”, dice Arendt, y agrega: “Lo primero que socava y luego mata a las comunidades políticas es la pérdida de poder y la impotencia final; y el poder no puede almacenarse y mantenerse en reserva para hacer frente a las emergencias, como los instrumentos de la violencia, sino que sólo existe en su realidad. Donde el poder carece de realidad, se aleja, y la historia está llena de ejemplos que muestran que esta pérdida no pueden compensarla las mayores riquezas materiales. El poder sólo es realidad donde palabra y acto no se han separado, donde las palabras no están vacías y los hechos no son brutales, donde las palabras no se emplean para velar intenciones sino para descubrir realidades, y los actos no se usan para violar y destruir sino para establecer relaciones y crear nuevas realidades”. El poder, pues, no se sustenta ni en la mentira ni en la polarización, solo el miedo. Y el poder no se almacena, va siendo en un renovado “plebiscito de todos los días” en discurso y acción.
La Constitucionalidad de una ley no es pues sólo un problema de derecho, lo es ante todo político, porque una Constitución contiene y expresa el espíritu y proyecto de una sociedad organizada políticamente. La Constitución es la permanencia en el tiempo de un acto fundacional de poder, el poder propio de mujeres y hombres en una unidad de acción efectiva sobre un territorio. Ocupar el Zócalo de “Constitución” es hartarlo de poder político ciudadano y soberano. La lectura de la Carta Magna que hagan los ministros cuando revisen la constitucionalidad del “Plan B”, debe, por supuesto atender la letra de la ley fundacional, pero también a su espíritu, que no es otro que el de hombres y mujeres que actúan juntos y que no divorcian palabra y acción, ni violentan verdad y realidad. Ocupar la Plaza de la Constitución de poder constitucional, constituido y ciudadano es honrar la Constitución y la vida institucional que nos permite dirimir nuestra diversidad en unidad y concordia.
Finalmente, dijo mi querida Beatriz Pagés que, si permitimos que roben nuestro voto, nos podrán robar luego otras libertades. Sí, pero ya no políticas: el robo del voto es el hurto de todas las libertades políticas del mexicano. En el voto se concentran y ejercen todas las libertades políticas del ciudadano a la vez: pensamiento, palabra, petición, asociación, participación y voto. Si perdemos nuestro voto, con él se van todas nuestras libertades políticas. Es el final del final, no el principio del final.
Toda Constitución es un límite al tirano, por eso la aborrece y le teme a la vez. Y no se equivoca, porque la Constitución es el poder popular inmanente hecho Ley Suprema. Por sobre cualquier número de “transformación” y causa facciosa brilla y brillará inmarcesible siempre La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
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