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Deleuze habla del acontecimiento como “una oscura conformidad humorística”, no tanto por lo que sucede sino “en lo que sucede”, ese movimiento (devenir) que de alguna manera está de acuerdo con lo que sucede. Partamos de Aristóteles, para quien “El tiempo es la medida del movimiento según el ‘antes’ y el ‘después’”, a lo que José Luis Pardo critica por ser —aparentemente— una afirmación circular donde “el tiempo es la medida del movimiento según el tiempo”. Es Heidegger quien resuelve la paradoja al diferenciar los dos usos de la palabra tiempo: uno como “tiempo contable” que mide el movimiento del tiempo: cronométrico y numerable de lo que media entre el antes y el después. El otro como “tiempo dado”, “originario, innumerable, acrónico y amétrico”, dice Pardo, el “antes” y el “después” mismos. El antes fue: es un “ya no”; el “después” será: es un “aún no”; entre ambos, entre lo que ya fue y lo que aún no es, se funda el presente que es siempre en movimiento, un haciéndose que generalmente se da entre la anticipación (el antes) y la imaginación (el después) en un acontecimiento: movimiento y hecho del acontecer.

Frente a esa oscura y humorística conformidad de lo que solemos llamar normalidad, se presenta, señala Deleuze, lo intempestivo, un “anacronismo” (lo no propio del momento), no tanto por su inclinación al pasado, cuanto por su desviación con el presente, con el movimiento esperado propio del acontecer, de lo que va siendo. En palabras de Pardo: “los latidos inaudibles de ese tiempo excéntrico con relación al ‘ahora’ que sólo anida en los intersticios del pulso crónico del mundo y de la historia universal, un tiempo que sólo puede sentirse precisamente a contratiempo o a destiempo, sólo como intempestivo o heterócrono”.

Deleuze nos llama a “otra lectura del tiempo”, Nietzsche le llamaba la “transvaloración de todos los todos valores”, una especie, decía, de “reaprender a desaprender”. Nuevamente Pardo: “Localizar aquella parte del acontecimiento que no se agota en su realización temporal como hecho histórico, aquella parte de la acción que no se confunde con sus resultados empíricos o con sus consecuencias en el ordenes de las causalidades históricas, que no envejecen en su posteridad ni evolucionan de un estado embrionario hacia su perfección adulta, sino que insiste o resiste como el residuo no histórico ni historiable (y por lo tanto irreductible al ‘recuerdo’ de un presente antiguo o a la imagen de un presente por venir y a toda a ‘dialéctica’ de la historia) de aquello mismo que pasa y no pasa. Traer eso intempestivo a la presencia y obligar a la conciencia a volverse hacia aquella actividad inconsciente es algo que no puede ocurrir sin un profundo trastorno del pensamiento (y ‘trastorno’ también puede significar ‘inversión’)” y transvaloración.

Los nuestros son tiempos de trastorno del pensamiento, de allí que estemos obligados a la posibilidad de otra lectura del tiempo, de “habitar esas vías de escape del ‘ahora’ o de la cronometría histórica”, hacer pensable lo que se nos ha impuesto como impensable, trastornar el pensamiento para que las fuerza de lo imposible puedan ser sentidas y percibidas en nuestro ser y lleguen a ser concebidas, pensadas y comprendidas. Y aquí entra otro concepto deleuceano: la fuga, complementaria de la inversión; la fuga como “tiempo intempestivo” de futuro, como “interrupción de esa temporalidad dominante”.

Nuestras taras políticas nos condenan a una temporalidad dominante de destapes anacrónicos y elecciones prefijadas cual condena divina e insalvables, a un hegemonismo partidista y a un caudillismo de provincia. Pero en lugar de contar alrededor de la fogata las mismas viejas historias de terror, volteemos a ver el firmamento y sintamos las nuevas brisas en nuestros rostros. Mucho de nuestro trastorno de pensamiento responde a las inversiones (transvaloraciones) que a diario se suceden ante nuestros ojos, pero que no alcanzamos a ver por ajenas y a lo intempestivo de nuestro presente; ante un antes que ya no alumbra nuestras tinieblas y un después que no acabamos de imaginar. Nunca jamás, al menos en nuestras vidas, entre el antes y el después había mediado un intersticio de movimiento tan amplio en posibilidades como nuestro presente. Todo es cuestión de reaprender a desaprender e inaugurar nuevos pensamientos y mundos. Caos era para los antiguos griegos un océano de posibilidades.

Ha llegado el momento de despertar al espíritu en su efervescencia indomable. No es el pasado el que nos llama, es el futuro hoy.

Publicado en LFMOpinión.

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