BURRO

El mal lo arrastramos desde Calles. Muertos Madero y Carranza, exiliados De la Huerta y Escobar, fusilados Serrano y Gómez, asesinado Obregón y acribillado Cedillo; Calles optó por darle la vuelta a la tortilla y poner la carreta delante de los caballos: primero nos ponemos de acuerdo y luego elegimos al que hayamos convenido.

Así empezó todo.

Jamás construimos verdaderamente democracia. La última vez que lo intentamos fue con el IFE y los partidos se lo comieron por la puerta de atrás, haciéndose del consejo general vía cuotas. Hoy ni migajas quedan.

Más reciente aún: López Obrador no llegó a la presidencia ganando elecciones. Por más que lo presuma. Él se apodero del poder a cachos de torturas a las leyes con berrinches, amenazas (tigres), plantones, tomas de pozos petroleros; imposiciones, caprichos, ocurrencias y locuras. Sus desmesuras prohijaron leyes que obligaban a los otros y que él olímpicamente desobedecía e instituciones que mandaba —y manda— al diablo. Hoy tenemos la legislación electoral más compleja, absurda, inoperante, contradictoria y ademocrática del mundo. Además, ya nadie la cumple, ni el INE.

Y hoy la moda es la democracia paritaria y de género. ¿Y en que consiste? En imponer —en “obligar a los partidos”, dijo antier la magistrada Otálora— una paridad artificial en las elecciones de gobernadores y pronto en la de presidente. Con un prurito del tamaño de una cordillera continental: los cargos de gobernador y presidente son uninominales, es decir, indivisibles; luego entonces, “impares”.

Pero de eso ya hemos hablado. Lo que quiero aquí explicitar es el método que hemos perfeccionado para distanciarnos lo más posible de la democracia verdadera.

Tal es el caso de la democracia paritaria, por medio de la cual, por delante y vía artificial, cercenamos los alcances mismos de la democracia. No discuto la bondad justiciera de sus propósitos, sino a las perversiones que causamos a la democracia y a la política misma.

En pocas palabras: como el pueblo es muy buey y machista, impongámosle de entrada una democracia paritaria que los obligue y constriña a votar como nosotros previamente le impongamos: paritariamente. No importa qué piense y cómo decida el pueblo, lo importante es controlar sus opciones; así controlamos la elección y al pueblo mismo.

Ya también lo dijimos: la paridad debe ser cultural, no imposición de cuotas. El cambio cultural incide verdaderamente en las condiciones de vida de las mujeres. La cuota sólo en espacios de poder de unas cuantas mujeres. Y no siempre las más capaces, por cierto.

Pues bien, nuestra democracia culturalmente responde a arreglos previos: Tapado (corcholatas), hoy las encuestas; antes la cláusula de gobernabilidad, el tope de representación, los senadores de representación proporcional, los senadores de primera minoría, las concertacesiones, etc. El arreglo en lo oscurito, o el robo e imposición en despoblado, como hoy la “paridad uninominal”.

Se habla del fraude y la coacción al voto, pero no de la otra figura, la que lo encasilla en opciones cerradas previamente elegidas (como las listas cerradas de los partidos en la elección plurinominal). Ese es el peor de los fraudes y de las coacciones a la democracia.

El hecho es que no confiamos en la democracia “sin adjetivos”. Primero fue la revolucionaria, luego la patriótica, más tarde la ciudadanizada, y qué decir de la utilitaria; hoy desgarramos nuestros días y “democracia” entre la transformadora y la paritaria. ¡Vive Dios! Todas, por igual, nos piden que ritual y puntualmente oficialicemos en las urnas lo previamente encasillado desde las cúpulas.

Nunca desarrollamos una cultura democrática; nuestra cultura es de “salvadores de la democracia”, de su modelo democracia, de su medida. Por eso estamos llenos de próceres, gurús y santos patronos de la democracia, no de demócratas.

No, magistrada Otárola, al tribunal no corresponde obligar a los partidos postular paritariamente lo que deben decidir “democráticamente” a su interior, sino defender la libertad ciudadana de votar sin tutelas. Incluso de la de Ustedes.

¡Quién salvara a la democracia de sus salvadoras de hoy!

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