Nuestra relación con el poder y la política responden a una percepción deformada de nuestras figuras de autoridad, a las que no vemos como nuestras mandatarias y por ende reguladas y sujetadas, sino como dadoras. Uranga decía que entendemos a México como una “reivindicación nacionalista”. No como un proyecto, una asignatura y una responsabilidad; algo que nos concita con los demás a una acción participativa y ordenada como tarea inexcusable, sino como un “haber”; algo que se nos debe, que es nuestro derecho y que podemos tomar, disponer y usufructuar sin esfuerzo alguno. México como cuerno de la abundancia propio y personal.
Por eso nuestra relación con el poder es siempre vertical, colocándonos en el piso inferior, demandando la solución de nuestros problemas personales, no de los problemas de todos.
De allí que López, en lugar de un servicio público de guarderías, entregue dinero para que la madre lo pague o lo gaste en lo que quiera; en lugar de hospitales, médicos y medicinas, reparte dinero para que nos atendamos en consultorios de farmacias; en lugar de seguridad; becas; en lugar de empleo; más becas; en lugar de seguridad social; apoyos directos, en una relación personalísima entre él, como único dador, y el ciudadano, como su personal y directo protegido.
Por eso tampoco le importa que las cosas funcionen: trenes, refinerías, líneas aéreas, aeropuertos, puertos, aduanas, hospitales, Metro; sólo importa que los hijos sigan ratificando en su percepción que es él el gran dador de todo en todos lados y en todo tiempo.
Así desaparece el Estado, las leyes, las instituciones, las organizaciones comunitarias, la vida comunal misma. Todo es una relación de dar y recibir entre el gran padre dador y el hijo incapaz y demandante.
Lo más grave no es la minoría de edad en que se coloca el mexicano y el clientelismo que explota el autócrata, sino el vacío como patria. Un nacionalismo, no como pertenencia y responsabilidad, sino como haber, excluye todo lo humano: la participación propia en un actuar conjunto, al considerar que lo que le pase a los demás no me afecta a mí directamente.
No solo los lazos comunitarios se rasgan en este México de pedigüeños que, como en el edén, tienen el mundo entero a su disposición, sino también los familiares, poniendo en grave riesgo a las generaciones futuras que pronto podrían ser vistas como peligrosas demandantes de haberes que hoy ya usufructuamos nosotros.
Por eso los niños con cáncer se pueden morir en este sexenio sin que nada pase, porque para la gran mayoría de los mexicanos es algo muy lejano, que sólo pasa allá en los medios y que, quizás, sea algo pagado por los enemigos del gran surtidor para que lo que a mi hoy me llega, ya no me llegue más.
La polarización, así, no es sólo hija del odio, el resentimiento y el rencor diariamente regados desde las mañaneras; sino, y principalmente, de esa deshumanización entre nosotros. Repensar a México es repensarnos todos en una comunidad condenada a resolver sus contradicciones o perecer.
Ya lo dijo Paz: “Las sociedades no mueren de sus contradicciones, sino de su incapacidad para resolverlas” (El Ogro Filantrópico). La 4t en el fondo no es otra cosa que desatar lo social y comunitario, enfrentarnos a todos y a todos sujetarnos al gran dador.
Si lo dejamos.