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Todo mundo habla de nuestra democracia; marchamos por ella, la defendemos. Pero, ¿qué democracia?

No vayamos muy lejos. Si hablamos de la “nuestra”, la Constitución define “la democracia no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”. Sin mayores disquisiciones, la democracia es una forma de vida, una manera de vivir.

Pero si vemos objetivamente, nuestros próceres y transitólogos redujeron la democracia a sacar a Gobernación de la organización de las elecciones, apoderarse de los órganos encargados de ellas, consolidar un sistema de partidos encapsulado en sus dirigencias, negocios y socios, y a reducir la “vida” y acción ciudadanas al rito periódico de votar en la ignorancia, aturdimiento mediático y dependencia clientelar: “habéis nacido para votar y callar”.

En pocas palabras, hemos reducido la democracia a un electorerismo episódico.

No fue poca cosa sacar a Gobernación de las elecciones. No le resto méritos, pero no fue la panacea prometida ni la presumida. La democracia derivó del poder a una partidocracia y sus negocios afines y asociados, y a unas burocracias electoreras; no en un “sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”. Subrayo: “pueblo” no instituciones electorales ni partidos, ni publicistas, ni salvadores: sino ciudadanos.

El talón de Aquiles de nuestra democracia y nuestra asignatura pendiente somos los ciudadanos sin formación y sin formaciones políticas, ni espacios de verdadera participación ni deliberación pública.

Pero, insisto, ¿a qué democracia hemos salido a defender hasta en tres ocasiones? ¿A la electorera, que en el fondo defiende a una casta de próceres profesionales de la democracia electorera y a una partidocracia parasitaria, o a la de los mexicanos que se quedaron sin condiciones de vida digna, de medicinas, escuelas, derechos, libertades, verdad, concordia, futuro?

¿De qué sirve votar cuando se vota en el hambre, la ignorancia, el odio, el rencor; cuando priva la frivolidad, la ilegalidad contumaz y la enajenación mediáticas? ¿Hay democracia cuando el ciudadano vive aún esclavizado a sus necesidades más elementales?

¿Son democráticas unas elecciones inmersas en masacres, desaparecidos, desplazados, migraciones y polarización?

¿Es democrático un gobierno que viola la ley, polariza, estigmatiza, hace befa y escarnio de la mayoría de los mexicanos, y acusa desde la corrupción a todos de corruptos?

¿Puede ser verdaderamente democrático un pueblo depauperado, clientizado, ignorante, aturdido por la política espectáculo, befado por la ridiculez y banalidad propagandística, distraído en las desmesuras presidenciales, enfrentado en odios, resentimientos y rencores, las más de las veces artificialmente creados e inflados por gobierno y medios?

Si viviésemos en una verdadera democracia, López Obrador no hubiese derribado la vida institucional de México de un soplido.

Si realmente tuviésemos la democracia que presumimos defender, los partidos políticos serían una oposición orgánica, doctrinal, programática, actuante, pensante, digna, reconocida y respetada.

En una democracia los ciudadanos viven organizados y actuantes. Cuando al margen de instituciones y partidos tienen que salir a defender sus derechos sin más alcances que reclamar respeto, las correas de transmisión entre mandantes y organizaciones de interés público, gobierno y representaciones políticas han dejado de existir.

Si viviésemos en democracia no hubiesen muerto por razones de salud y seguridad casi un millón de mexicanos, no habría desaparición de los registros de desaparecidos, no habría cientos de miles de compatriotas errando por selvas, montañas y barrancos huyendo del crimen organizado y de la ausencia de Estado, no habría deserción escolar y pérdida de conocimientos y habilidades. No se caerían infraestructuras por prisas inaugurales ni mantenimientos austericidas.

Si nuestra democracia gozase de cabal salud, no estarían el INE y el Tribunal Electoral convertidos en los trapeadores de Jesús Ramírez y la Fiscalía electoral desaparecida de la vida nacional; otros órganos autónomos no vivirían en la inopia, la Corte no sería objeto de la sevicia presidencial, el Congreso no sería la indignación nacional, los gobernadores y el gabinete no serían una colección de floreros y bacinicas; las Fuerzas Armadas no habrían desaparecido por desnaturalización y cooptación, los medios de comunicación tradicionales tendrían al menos vergüenza. Los niños con cáncer no morirían en la más deshumanizada ignominia, las madres buscadoras serían recibidas como ciudadanas de la República, el Palacio Nacional no estaría amurallado, México no tendría miedo. Los partidos serían verdaderas organizaciones ciudadanas y no cazadores de los candidatos que no han sabido formar. Éstos no andarían de payasos, trapecistas ni extraviados en el oprobio y la ignominia.

Por eso pregunto por cuál democracia marchamos, ¿por una ilusión de democracia, una democracia de próceres vividores y pseudopartidos, o bien por una democracia vivenciada por los mexicanos “en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”?

Finalmente, la manifestación es una parte importante de la democracia, pero no gana elecciones por sí misma. Si no logramos convertir indignación, marcha y protesta en votos depositados en las urnas el 2 de junio, nuestra democracia seguirá siendo ilusión y su defensa vana.

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