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Nuestra “transición a la democracia” fue una “sin adjetivos”, dorada, noña, academisista. ¡Romántica!

Escribo temprano el domingo 2 de junio del 2024. Las casillas empiezan, ello espero, a instalarse y poco vivirá el que no vea el resultado de estas grises elecciones.

Su grisura no pudiera ser más gris, ¡y mire que nos esforzamos para hacerlas color luto! Pero dejemos que hablen los votos… si las balas y la locura los dejan ser.

Sea cual sea el resultado, nuestro fario no pudiese ser más desolador; pero no por el desenlace que, repito, sólo variará en matiz.

Nuestra descomposición social y política ya no tiene margen de agudización posible. Hemos acabado con todo aliento de salud política; nada queda de la esfera pública, cenizas, si acaso, de nuestro embeleso por una democracia de aparador, de expertos, de capillas.

Nuestro sistema de partidos, defendido como panacea democrática, terminó por mostrar al aire toda su podredumbre y del gobierno y fortaleza de nuestras instituciones sólo queda una Corte sitiada que, esperemos, resista.

Pero todo ello no es de ayer, ni de antier. Tenemos más de 50 años de descomposición social y política. No solo dejó de ser funcional y efectivo nuestro sistema Político, sino que rompimos, tras la locura estatista y los delirios de abundancia, con el concepto de México como responsabilidad.

De nuestra Revolución aprendimos, aunque con muy poca retención, que era obligación de la sociedad organizada liberar de las necesidades más apremiantes, de la ignorancia y de la sujeción a las franjas de la sociedad más depauperadas y aisladas. Le llamaron justicia social y algo se hizo, hasta que las crisis políticas y económicas se apoderaron del espectro de atención político y social.

Lo importante fue salvar la economía y al poder. En eso estábamos cuando el modelo de desarrollo imperante entronizó al individuo por él y para él. Una persona que solo ve al espejo y para quien el otro no tiene ni siquiera existencia, cuando mucho puede servir para ser explotado y usado.

Lo político como lo que media entre nosotros desapareció. Es más, fue tenazmente atacado y desprestigiado.

Hoy concluye la tercera etapa del proceso electoral: el voto. Vendrán los conflictos postelectorales que hace mucho hicimos paisaje y adicción. Una prueba más de nuestra crisis política.

Es sin embargo tiempo de recuperar proyectos que los circuitos electoreros y las taras partidistas truncaron por sus prisas, locuras y cegueras.

México vive una crisis prolongada y profunda. Requiere con urgencia de pensamiento político. Hace décadas que en México no se hace pensamiento político. Hacemos memorias, críticas, mesas de expertos llenas de lugares comunes y análisis de coyuntura y comidillas. Pero nadie se ha puesto a pensar en lo que aún no existe ni siquiera en sueños: Un México nuevo.

Éste ya nos lo acabamos. Necesario es pensar un México posible a 50, 80 años de distancia.

Calles diseñó un México para salir de las condiciones que ensangrentaban la Nación y la hacían imposible. No pensó —mentó— un México de ángeles y filósofos; diseñó un México para meter al orden a los jefes políticos y bandoleros armados y montados que desgarraban lo que de la Revolución quedaba.

Lo menciono porque nuestra “transición a la democracia” fue una “sin adjetivos”, dorada, noña, academisista. ¡Romántica! Allí están de prueba aquellos ciudadanizados “apolíticos”, “apartidistas”, más allá del bien y del mal, sin apetitos de poder, demócratas puros, nuevamente, “sin adjetivos”. A diferencia de ellos y sus promotores transitológicos, Madison había dicho algo que Calles entendió con las balas: la convivencia se trata de hombres no de ángeles y por eso las libertades, derechos y democracia deben ser celosamente resguardadas y protegidas de las personas que puedan aprovecharse de ellas en su favor exclusivo.

Nuestros transitólogos, fieles alumnos de Platón y su gobierno de filósofos, nos vendieron que con tener asegurado un INE con unos santones “ciudadanizados” la democracia resistiría cualquier embate, mientras en las entrañas y afanes mismos de los transitólogos empollaba el huevo de la serpiente llamada populismo. Sí, porque el trazo del populismo que hoy tenemos fue llevado por la mano de muchos de ellos por la ruta de encontrar un salvador que acabara con el PRI —que, por cierto, se caía solito sin ayuda alguna—, en lugar de crear ciudadanía y democracia.

Ninguno de ellos, por cierto, se ha hecho cargo de sus actos y responsabilidades de la democracia que finalmente resultó; de su fragilidad, de sus mentiras y poses.

Si hubiésemos construido una verdadera democracia, basada en ciudadanos y no en partidos, personajes “apolíticos” y expertos abajofirmantes, posiblemente López no sería más que personaje menor de un municipio cuyo paso y locura se hubiesen perdido hace muchos en las aguas tabasqueñas.

Antes de las elecciones se hicieron esfuerzos ciudadanos de una nueva Visión de México. Muchos lo entendieron con pergeñar las mismas plataformas electorales y programas de gobierno de siempre y que nadie lee. No entendieron que lo que se necesitaba era pensar a México, no hacerle un programa. Se piensa lo que aún no existe, lo que ya existe se recuerda.

Necesitamos pensar, crear, un México nuevo y diferente. Idearlo.

Pero no, les ganaron las prisas de sacar lo mismo de siempre, hacer negocio y simular democracia y participación ciudadana. La historia de aquellos esfuerzos, como la llorona, vaga por las noches: “¡Ay mis hijitos, ahora a dónde los llevaré!”

Hoy que acaban las elecciones, es más propicio que nunca pensar a México, reconciliarlo, comprenderlo. Para muchos, incluso, conocerlo.

La asignatura sigue pendiente. La historia pondrá en su lugar a quienes no entendieron el momento y la necesidad.

Pensemos México.

Démonos esa oportunidad

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