`No queremos a los civiles participando en las tareas de gobierno ahora’.
Un Deja Vu de la caída del obradorismo nos viene del surgimiento del nuevo Ejército tras la caída de Porfirio, la muerte de Madero y la derrota de Huerta. El siglo XIX mexicano fue un siglo militarista plagado de rebeliones y azonadas. Díaz fue el primer presidente que pudo embridar a los militarismos locales y forjar una organización militar centralizada y nacional. Nada más le tomó 15 años y fue un Ejercito —los federales—,más orientado a la seguridad interior que a la defensa contra fuerzas foráneas. Cuando surgió la Revolución maderista, ese Ejército era ya decrépito, corrupto y debil. Entre 1900 y 1910, Porfirio dio de baja a 10 mil elementos con formación militar, de suerte que el 50% de sus integrantes entonces provenía de la leva de indígenas, presidiarios, vagabundos y pordioseros. En las primeras escarmuzas con los maderistas, los Federales, además, se quedaron sin líneas de suministro, su armamento era viejo, europeo y deficiente, y la fabricación nacional de municiones alcanzaba las 15 mil balas al mes, menos de la mitad requerida por día contra los revolucionarios de esa primera etapa. La capitulación de Díaz se debió en gran parte a las condiciones desastrosas de su Ejército. Sigo en parte de este texto a Edwin Lieuwen en Mexican Militarism. The political rise and fall of the revolutionary army 1910-1940.
En el Plan de San Luis Potosí Madero se comprometió a reconocer los rangos militares de quienes se levantaran con él en armas, pero en el Tratado de Ciudad Juárez (21 de mayo 1911), lo violó al pactar con Díaz el cese inmediato de hostilidades en “todo el territorio de la República” y licenciar a las fuerzas de la Revolución “a medida que en cada Estado se vayan dando los pasos necesarios para restablecer y garantizar la paz y el orden públicos”. De tal suerte que inició el licenciamiento con las fuerzas revolucionarias del centro y sur de México. A las del norte, Sonora, Chihuahua y Coahuila, les ofreció incorporarlas a un nuevo Ejército llamado Cuerpos Rurales de la Federación, constituido bajo el mando del viejo Ejército porfirista al que Madero dejó intacto.
Madero pensó que con la salida de Díaz desaparecería el militarismo y prevalecería la autoridad civil. Se equivocó. Antes bien, sembró la desavenencia dentro de las fuerzas y contradictorias huestes revolucionarias, entre ellas y las del viejo Ejército Mexicano, y dentro de sus propio gobierno y seguidores. Para Carranza, entonces gobernador de Coahuila, fue un error dejar en el poder “el sistema corrompido que combatimos”. Y advirtió: “¡Revolución que transa es Revolución perdida! (…) Al lado de la rama podrida, el elemento sano de la Revolución se contaminará; sobrevendrán días de lucha y miseria para la Revolución (…) Lo repito: ¡Revolución que pacta se suicida!”
Tras la renuncia de Díaz y en tanto se verificaba la elección de Madero, gobernó por ministerio de ley el secretario de Relaciones Exteriores, Francisco L. de la Barra, quien empezó a licenciar sin indemnización a los revolucionarios; un grupo de generales exigió el cumplimiento de lo ofrecido en el Plan de San Luis, pero de la Barra los tachó de bandoleros y Madero, al llegar a la presidencia, los denunció de insubordinación ante tribunales civiles. Muchos revolucionarios no aceptaron desarmarse y menos someterse a un Ejército al mando de porfiristas.
Ya en el poder, Madero tuvo que mandar a Huerta a someter a Zapata, a Pascual Orozco y a Villa, sucesivamente; pero en privado recelaba y hablaba mal de él. Antes del alzamiento de Orozco (1912), se rebelaron por separado Zapata y Bernardo Reyes (1911); en 1912, después de Orozco, se alzó en Veracruz Felix Díaz y así llegamos a febrero de 1913 con la toma de La Ciudadela y la Decena Trágica. Madero había logrado unir en su contra a militares, conservadores, izquierdistas, revolucionarios, empresarios, latifundistas, inversionistas extranjeros y diplomáticos intervencionistas. Huerta controló a los alzados en la Ciudadela, pero aprovechó para dar un golpe de Estado a Madero. Pero si bien Huerta llegó al frente del Ejército, no tenía ni tuvo nunca su control total: Madero y Pino Suarez fueron fusilados en las afueras de Lecumberri, sin que se sepa si fue por orden expresa de Huerta, cosa que él siempre negó, o por iniciativa de mandos insubornidados.
Huerta, general porfirista, jamás contó con la confianza total de sus viejos compañeros de armas, que desde el Colegio Militar lo vejaron por indígena, pobre, aunque bien preparado, rudo, indomable y genial. Con todo en contra, logró escalar dentro de la milicia, ser reconocido y recelado por militares y presidentes, y siempre fue llamado en momentos de crisis. Llegó también con el apoyo de Henry Lane Wilson, embajador norteamericano, pero una vez depuesto Madero y levantado el Ejército Constitucionalista de Carranza, el presidente Woodrow Wilson, instauró un embargo de armas en contra el Ejército mexicano y abrió sus fronteras para abastecer de armas, parque y avituallamiento a las fuerzas revolucionarias.
Wilson, para salpimentar su inquino intervencionismo, invadió militarmente Veracruz. Huerta vio con claridad que la mixtura en un solo Ejército de Federales y Revolucionarios concluiría en un enfrentamiento por el control militar en México. Es muy probable que ello haya pesado en sus consideraciones para deponer a Madero y tratar de poner orden al interior del Ejército que veía perderse irremisiblemente. En julio de 1915 dimitió y salió de México para no regresar incluso muerto.
Carranza se cuidó de no cometer el mismo error que Madero y exigió, a través de Obregón, la rendición incondicional y el desmantelamiento de el Ejército Federal, entonces con una fuerza de 40 mil hombres. El 13 de agosto de 1914 se firmó el Tratado de Teoloyucan y en él los Federales rindieron sus armas e instalaciones.
Así nació un nuevo Ejército y un nuevo militarismo a partir de 150 mil hombres armados y peleándose entre sí. Vera Estañol cita a un ciudadano de la Ciudad de México, que cada semana era tomada por fuerzas diferentes: “Los ciudadanos armados eran los únicos verdaderos ciudadanos de la república; a cualquier otro se le negaban sus derechos ciudadanos… todo derecho institucional, político, económico y moral desaparecía antes inclusive de reclamarlo a estos ciudadanos armados;… el fuero de los revolucionarios, en nombre de los derechos humanos, imponían su propio terror, ley, libertad y justicia”.
En el otro extremo, los revolucionarios reclamaban su propio y exclusivo esfuerzo: Francisco Coss, general en Puebla, declaró: “Cuando los militares nos unimos para defender a la República, los civiles no nos ayudaron; por tanto, nosotros no queremos a los civiles participando en las tareas de gobierno ahora”. Obregón, que tenía extracción de civil, desconfiaba de ellos una vez hecho general. El propio Luis Cabrera, que con Carranza profesaba en favor de un gobierno civil por sobre uno militar, lo vio con claridad: “La batalla ya dio inicio entre el nuevo militarismo y el constante civilismo… Yo insisto que los militares no deben de ir solos a (la Convención de) Aguascalientes. Los generales tienen a sólo 150,000 hombres armados que representar, en tanto que creo que quince millones de mexicanos también tienen voz.” Carranza y él perdieron la partida y representaron al grupo carrancista 115 militares en Aguascalientes. En noviembre 13 (1914) se rompe la Convención y da inicio la guerra civil. Dentro de ella, quizás sin tanta violencia expresa, como se dio entre los diversos grupos armados en conflicto, continuaba una guerra sorda entre civiles y militares que llegaría al gobierno en 1917 y haría caos en 1920.
Carranza sufrió las guerras y guerrillas de Villa y Zapata durante cuatro años y en 1916 tuvo que aceptar la presencia del Ejército norteamericano en el territorio nacional en acción punitiva en contra Villa, a quien jamás pudo meter al orden. Pero no sólo aquellos le daban problema, en diversas partes del territorio nacional se alzaban intermitentemente en armas cabecillas como los Cedillo en San Luis Potosí y Coahuila; los Peláez y Aguilar, enfrentados contra los hermanos Márquez en Veracruz, Puebla y Oaxaca, en tanto Zapata asolaba Morelos, Guerrero y Michoacán. Datos de 1919 reportan 317 conflictos en 112 días (de abril 10 a julio 31); de ellos 272 enderezados contra Carranza, 15 por bandidos, 15 por militares o policías fuera de la ley y sólo 3 por cuestiones políticas. Durante el mismo periodo 31 poblaciones fueron vandalizadas y 72 trenes dinamitados y robados.
El control de las provincias se perdió con la caída de Porfirio; ni Madero, ni Huerta, ni Carranza lograron controlar a gobernadores ni a jefes militares y alzados. Y al interior de los Ejércitos, porfiristas y revolucionarios, reinó la indisciplina, la traición, la improvisación, el orden a base de fusilamientos y el botín. La anomia fue tal que tras la batalla de Celaya, Obregón mandó fusilar a 120 oficiales villistas.
En el propio Constituyente del 17 los militaristas y obregonistas, Mujica y Jara, hicieron contrapeso al civilismo carrancista representado por Palavicini.
El otro problema fue la formación de las Fuerzas Armadas: de la Revolución surgieron miles de oficiales con rangos adquiridos sin orden, mérito ni concierto. Obregón, como ministro de Guerra de Carranza, se encontró con 50 mil oficiales y más de 500 generales, todos ellos formados y leales a fuerzas y jefes locales, no a un mando y coeción nacionales. Su diseño institucional fue de 11 generales de división, 55 de brigada y 138 brigadieres y 20 mil oficiales, teniendo por lo tanto que dispensar y de alguna manera compensar o liquidar a 300 de generales y 30 mil oficiales. A ello habrá que sumar que todos ellos —despedidos y no despedidos— fueron forjados en batalla, sin preparación, técnica ni disciplina militar. Blasco Ibañez describe a ese nuevo Ejército como “la más decrépita e ineficiente organización militar que jamás haya visto, tropas mal y desastradamente uniformadas, oficiales grotescamente sobrevalorados con grandes sombreros, enormes cartucheras cruzadas al hombro, despliegue de grandes revólveres, decoraciones excesivas y una completa ausencia de conocimiento y entrenamiento profesional (…) Batallas ganadas sin estrategia (sino por quien) más municiones tuviera (y) tropas que no saben realmente ni les importa por qué están peleando”. Aún así, con Carranza, el Ejército ejerció el 31% del presupuesto nacional en 1917, 72% en 1918 y 66% en 1919. Más de poco le sirvió. Cuando llegaron los tiempos de su sucesión no tuvo, jamás lo logró, su apoyo. Contra su candidato civil, el militarismo encabezado por Obregón le cobró su desconfianza y sus despidos. A Carranza le costó la vida y la presidencia. A México la implantación del militarismo revolucionario. Con él también surgió una dinámica que marca nuestro inconsciente social político nacional hasta el día de hoy.
A Victoriano Huerta, “El Chacal”, se le tiene por traidor y golpista por matar al presidente en funciones, Francisco I. Madero junto con el vicepresidente Pino Suárez; pero a los asesinos intelectuales del presidente Carranza se les da trato de heroes. Lo eran, sí, por sus batallas en la Revolución, pero ya en el gobierno, a su traición y rebelión contra el régimen que habían llevado al poder y al que servían, se les juzga y pondera con otras categorías que parecen expiar pecados, justificar culpas y glorificar su traición.
Lo mismo pasa con Belisario Domínguez, senador chiapaneco, mandado asesinar por Huerta, con relación al también senador campechano, Francisco Field Jurado, delahuertista, asesinado por ordenes de Obregón por oponerse a la candidatura de Calles. Al primero se le tiene como mártir de la democracia, del segundo ni quién se acuerde.
Sí, había una Constitución y un Estado de Derecho, había un gobierno electo e instituciones republicanas, pero por sobre ellos, una entelequia políticamente genial, maleable y efectiva; altamente perniciosa para nuestro desarrollo político: La Revolución. Me refiero a su deificación, no al hecho histórico. A la Revolución como concepto político religioso, como credo y apostolado, como verdad única, como misión trascendental, como justificante de barbarie. La Revolución mitificada otorgaba patente de caudillo, licencia para alzamientos y atenuante y hasta excepción de responsabilidad por asesinato.
Si por la Revolución —hecho histórico—murió un millón de mexicanos, por la Revolución —mito institucionalizado— con mayor razón debieran morir los necesarios. En el concepto de Revolución integramos hecho histórico, destino manifiesto, patria, nación y pueblo. Estar entonces contra la Revolución hecha mito y religión estatal era traicionar a México mismo. Y el que tenía más armas y hambre de poder decía quién traicionaba a la Revolución.
El reverso de esa moneda era que en la defensa de la Revolución nada estaba prohibido y que la mayor de las barbaridades no sólo era permitida, sino aclamada y premiada. Este parecer explica la “lógica revolucionaria” de Fidel Velázquez, líder epónimo del movimiento obrero oficialista, cuando en su momento sostuvo: «Llegamos con la fuerza de las armas, y no nos van a sacar con los votos». O al ya citado general Coss: “Cuando los militares nos unimos para defender a la República, los civiles no nos ayudaron; por tanto, nosotros no queremos a los civiles participando en las tareas de gobierno ahora”. Y qué decir de la polarización excluyente de la “Transformación” obradorista, donde esa entelequía amorfa y comodina de “mis adversarios”, como los civiles para los revolucionarios y los no priístas para Fidel Velázquez, no tienen derecho a México ni a la existencia.
La Revolución como categoría, referente y religión se colocaba así por encima de cualquier otra consideración, derecho y obligación. En su nombre todo era posible, justificable, admirado. Pero si hurgamos en nuestro pasado encontramos que no sólo la Revolución ayer y hoy la Transformación —cualquier cosa que ello sea— han sido nuestros únicos totems divinizados: en su momento lo fue la “Transición”, la “Ciudadanización”, la “Expropiación”, la “nacionalización” y súmele Usted cuantas otras deidades ideológicas han gozado de un régimen de excepción en México.
Pues bien, el militarismo pronto tuvo que hallar soporte en bases sociales ajenas a lo castrense y el propio Obregón sustentó su gobierno, además de con las armas, con el apoyo de lo que luego vendrían a ser los sectores obrero y campesino. Con él surge la CROM, antecedente de la CTM. No obstante, la dinámica belicista arropaba todo lo político arrastrándolo a un circuito centrifugo que desgarró a México en fuerzas y alzamientos políticos armados sin fin.
El gobierno era la calca del nuevo Ejército, salvo contadas excepciones, como Vasconcelos, entre otros. Pero la media gubernamental era iletrada, inexperta, impuesta, hambrienta, atrabancada y vindicativa. A ello y a las ansias de eternidad de Obregón se enfrentó Calles. Su problema era civilizar, capacitar y conducir el poder, no democratizarlo: salvar a la Revolución de sus salvadores antes de que se acabezen entre sí y acabasen con ella. Pero para domar ese potro tuvo que morir Obregón e instaurar el Maximato con el que plancho el arribo de la presidencia hegemónica e irresistible de Cárdenas. Más no fue suficiente y Ávila Camacho, inmerso en la Segunda Guerra Mundial, tuvo que abrir México al mundo y el gobierno a los civiles y a la profesionalización del poder. Es con él que se hace la primera ley federal electoral (1946), se crea una organización electoral nacional, un padrón electoral, partidos políticos nacionales y la integración de casillas por designación y no por los primeros que llegaran a formarse, que eran siempre los enviados por la CTM. Una década después se creó la Facultad de Ciencias Políticas en la UNAM bajo la divisa de: “o el político estudia, o se estudia para político”.
Todo este recorrido para avizorar lo que pudiera pasar si el obradorismo logra sobrevivir el 2024. Como a Carranza y a Obregón, le van a sobrar acreedores de cargos y prebendas; afín al militarismo emergente de la Revolución, su media será de gente sin preparación, voraz, corrupta, atrabiliaria, venal y abyecta. Para muestra hay que ver a los diputados por tómbola. El gobierno sufrirá de ignorancia, incapacidad, inexperiencia e ineficacia; el gasto público será mal asignado y peor ejercido, la opacidad campeara. Lo más importante es que entre ellos y sus posibles aliados del crimen organizado habrá una lucha sanguinaria y centrípeta que rasgará las pocas y tenues amarras de un movimiento de caudillo. Finalmente tendrá que imponerse necesariamente por las malas un autoritarismo más cercano al obregonismo que al Maximato, hasta que las condiciones nacionales y exteriores lo fuercen a profesinalizar y eficientar la administración pública y la representación política. Para ello habremos perdido medio siglo si es que subsistimos como Nación independiente.
A veces me asalta el temor de que hayamos perdido un siglo y vivamos en estos años la nueva versión de un militarismo en México que, si bien no es revolucionario ni producto de una conflagración generalizada, si nos sitúa ante la situación de un gobierno incapaz, autoritario, ignorante, inepto, soberbio, corrupto y violento, que nos lleve a recorrer nuevamente el camino de tener que embridar al poder desde el poder, en lugar de preparar ciudadanos, desarrollar democracia y educar en y para la democracia, y, en consecuencia, democratizar, civilizar y controlar ciudadanamente al poder.
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