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Política, se sabe desde Aristóteles, es discurso y acción.

Si observamos bien, el discurso es en sí mismo una acción, pero se le distingue del actuar en los hechos porque la naturaleza de discursar no solo es distinta a la del actuar sobre la realidad, sino, además, es una acción, dirían los abogados, de previo y especial pronunciamiento.

Empecemos por la naturaleza del discurso. A la palabra, entre tantas denominaciones se le menta como “logos” que admite una doble acepción: pensamiento y razón, por un lado, y habla, lenguaje y voz, por otro. Las palabras no son más que sonidos producidos por el aire cuando pasan por nuestras cuerdas bucales, pero son sonidos con significado. Algunos animales también emiten sonidos con significados de alarma, cortejo y seducción, enojo o simple gozo, pero desconocemos hasta ahora si, además de estas expresiones instintivas, pueden discurrir pensamientos abstractos entre ellos. El hombre sí. De ahí que la palabra en el hombre, si bien tiene también su faceta instintiva y emocional, responde generalmente a las ideas y al pensamiento.

Así la palabra es un instrumento de comunicación humana por medio de sonidos con significado que expresan pensamientos e ideas. Pero como los pensamientos y las ideas, las palabras son múltiples y diversas, no se puede expresar en una sola palabra todo lo que hay en la mente de un individuo y menos un razonamiento que conlleva un proceso mental, una lógica, las contradicciones propias de la realidad, una perspectiva, un contexto cultural, una circunstancia personal y desde luego emociones y una gran carga de inconsciente individual y social. Bueno, hasta los códigos y las claves propias del lenguaje que hacen de la cadencia, ritmos, pausas y tonalidades en el habla una forma integral de comunicar. No es lo mismo decir “vamos a comer, niños”, que “vamos a comer niños”, o “vamos a perder poco, se resolvió” a “vamos a perder, poco se resolvió”.

Así, lo primero en la palabra es su contenido y su intención. No quiere decir esto que no haya quien habla por hablar sin ton ni son, sin sentido, contenido ni propósito, como que tampoco haya quien hable no para comunicar, sino para hacer imposible la comunicación, que no habla para mostrar, sino para ocultar. En el griego antiguo no existía la palabra mentira, solo el vocablo de verdad; por lo que lo que hoy entendemos mentira se decía “no verdad”: la negación, el ocultamiento, la prostitución de los verdadero. Y la raíz del vocablo “no verdad”, era el mismo de lo que hoy entendemos por “pseudo”: algo supuesto o falso (seudónimo).

La segunda naturaleza de la palabra es relacional. Se nace uno, encerrado en un cuerpo. Dios, decía Arendt, creó al hombre; los hombres en sociedad son creación humana. El recién nacido inconsciente y nebulosamente sabe que fuera de él hay algo más, ese hogar cálido y protegido del vientre materno, esos sonidos que provienen de fuera de sí, la luz que lo ciega al salir del útero, el frío y la sequedad de un nuevo medio ambiente no líquido, ese contacto con algo que lo toca, lo baña, lo envuelve en algo seco y lo abraza. Algo que no se confunde con él y que de alguna manera lo delinea, perfila y separa de aquello que no es él y está fuera de él. Un mundo, luego lo sabrá.

Pero en ese mundo está aislado en sí. Y es un mundo que duele. No nos gusta aceptarlo, pero aquello del valle de lágrimas no es metafórico: todo ser y crecer duele, aunque no lo queramos, aunque lo neguemos. Y ante el dolor el recién nacido se expresa y de su boca sale un llanto y de sus ojos lágrimas. Importante esto último, porque de los ojos solo ponderamos su función de ver, cuando la de llorar posiblemente sea una forma diferente de ver hacia dentro. En fin, a su grito y llanto, el mundo responde al recién nacido con alimento, cariños y mimos. El niño aprende que puede comunicarse con aquello que está fuera de él.

Aprenderá así a comunicarse con palabras y discurrir con ellas un contacto con el otro que lo enriquece. Solo en contacto con el otro terminamos sabiendo quienes y qué somos.

Si no hubiera otro, las palabras no existirían, pero la pluralidad requiere relación y la relación inteligente palabras. Decía Teilhard de Chardin que “entre inteligencias, una presencia no puede permanecer muda”.

Pues bien, la política es el espacio propio de la pluralidad, pero de una pluralidad en movimiento. Decía Marx que el Estado es el pueblo en movimiento, pero el movimiento plural es de suyo desarticulado y contradictorio. La fuerza predominante es la centrífuga, de allí que sea necesario generar una unidad de acción efectiva, una tendencia mayoritaria que dé rumbo al movimiento organizado de la sociedad. Esa es la acción política.

Pero para que se genere esa unidad de acción efectiva es menester, primero, que las partes se comuniquen y discurran. Discurrir es pensar, imaginar y reflexionar algo, pero también moverse avanzando, un río discurre, igual que el tiempo y la vida. Discurrir es desarrollarse, deslizarse, desenvolverse, transcurrir; hacer funcionar la inteligencia para encontrar la manera de hacer una cosa o la solución de algo, algo que luego se convierta en acción conjunta (política).

Y discurrir es lo que hemos perdido. Ya pocos leen, pocos ven un video mayor a 40 segundos de duración, queremos las cosas resumidas en 120 palabras, resultas, imperativas, herméticas y sin dolor. Nadie tiene tiempo para escuchar un argumento, menos una premisa; queremos soluciones puntuales, conclusivas, imbatibles y acordes a nuestra predeterminación algorítmica. Ya no es el “dudo, luego pienso”, es no dudo ni quiero pensar.

Se dice que ya nadie lee más de cuartilla y media, y pueden que tengan razón, pero por qué privar de discurrir a quienes sí leen más de ese umbral y están ávidos de pensar y reflexionar. Quien no quiera pensar está muy en su derecho de participar en el enjambre digital, pero de quienes sí, con uno que haya, se salvará el mundo.

Discurrir es propio y necesario del hombre, es la forma de llegar al otro y poder caminar juntos. Clausurar el discurso y la deliberación política es cerrarle las puertas al pensamiento del otro, no es un problema de comodidad, lo es de sobrevivencia. Donde entre inteligencias una presencia permanece semimuda en un lenguaje trunco, cercenado y estanco —que no discurre—, en un discurso prefijado por el algoritmo, cesa la pluralidad de voces, el espacio intermediador y queda solo el rebaño.

Yo, por lo pronto seguiré escribiendo como me dicta mi libertad y tratando de discurrir y reflexionar en plural.

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