55

Hegel hizo de la negación la fuente irremplazable de la verdad. Con el drama dialéctico tomamos conciencia y posesión de la angustia y del desasosiego, de ese infinito brincar de una negación a otra. Con la dialéctica abandonamos la “irreflexiva pereza” para quedar prisioneros en el universo de la “conciencia inquieta”, con todo lo que tiene de miedo, de devenir y de ruptura.

Descartes, por el contrario, buscaba remover la arena y la tierra movediza para afianzarse en “la roca viva y la arcilla”, vaciar de todo obstáculo al mundo hasta convertirlo en algo homogéneo donde todo se ordena dócil y pacíficamente alrededor del sujeto. Lo que trataba era de vaciar al mundo de toda riqueza, complejidad y caos, de toda negación posible, hasta que en él sólo veamos nuestro propio rostro y ya no sea necesario tener miedo de él, acota Byung-Chul Han.

En este mundo aséptico y seguro, el contacto con lo distinto ya no nos instruye sobre lo que hay fuera de nosotros, sino que nos encontramos con nuestro doble, con la “reproducción infinita” de nuestro rostro. Así, para Han, “el yo y el mundo se vuelven coextensos. La obviedad y costumbre del yo recorren toda la amplitud del mundo. De este modo, al mundo se le imprime la mismidad de la fisonomía del yo”. Para un mundo así toda extrañeza, dialéctica y negación son imposibles. “Durante el infinito viaje en carrusel del sujeto no hay saltos ni aperturas que pudieran desasosegarlo y sacarlo del cauce de su mismidad”. Por tanto, “en el permanente regreso a sí mismo, al orden y a la evidencia, el sujeto se arma a escondidas o visiblemente frente al contacto, la vulneración, el miedo y la angustia” (Han), frente al otro y lo otro. El mundo, entonces, camina bajo sus órdenes, el futuro las acata; toda duda es apostasía, todo cuestionamiento traición, todo pensar subversivo. La impulsividad y su atropello desmandado, propios de nuestra época , no dejan tampoco margen para la vida contemplativa que abra espacios para la reflexión del mundo desde el yo, distinguiéndolo y marcando su distancia, diferencia y peligros. No hay así, nuevamente, margen para la negación ni la dialéctica, pero tampoco para “el otro”. Más allá de mí sólo está “lo otro”, sin rostro, sin voz, sin voluntad; lo otro apropiable y dominable, dócil y maleable.

En este mundo de ensimismamiento no hay margen para la vacilación: se puede estar caminando sobre brasas hacia la nada o ciego de la mano de otro invidente frente al abismo, o en febril alienación suicida, que no hay posibilidad ni tiempo para darnos cuenta de ello.

Pues bien, entre la negación dialéctica y el mundo como ensimismamiento, nuestro sistema de partidos adquiere su sesgo definitorio en 1987. No en el 29 con el surgimiento del PAN y lo que entonces era el PRI, tampoco en el 77 con la primera gran reforma política. Ni siquiera, como nos quieren hacer creer, con el surgimiento del INE. Nació en 87 con la Corriente Democrática al interior del PRI y como negación dialéctica de un cambio que no cambió. La gran reforma del 77 acababa de ser en gran parte derogada en 1986 por una legislación retrógrada impulsada desde Gobernación, nada menos y nada más que por Bartlett, retrotrayendo lo poco alcanzado a niveles de prepolítica. El conflicto del 88 es en buena parte incubada por esa legislación y los modos propios del personaje. Por su parte, al interior del PRI confluían impulsos novedosos de apertura democrática y tecnocracia autoritaria que se acostaban en la misma cama con las vetustas formas y mañas del poder como conquista revolucionaria. Contra ese PRI de “mocasines guindas”, como lo calificaba García Paniagua, se enderezó la Corriente Democrática. Pero su originaria negación dialéctica mató la negación dialéctica al interior de los partidos, del mismo sistema de partidos en México y del propio sistema político.

No fue la democracia como fruto de la pluralidad y de la contradicción en la libertad lo que aprendimos, tampoco fue ciudadanía lo que creamos; nuestra especialización fue en dinámicas tribales entre corrientes en eterna lucha a muerte por el poder, el remozamiento del caudillaje, la convicción de conveniencia, de contentillo y de chantaje, el trasvestísmo ideológico y de ocasión; el conflicto, la polarización y el mercadeo como instrumentos del quehacer político. No instauramos democracia verdadera, nuestra democratitis es de consumismo de campañas insulsas y rijosas; de clientelas, no de ciudadanos, de figuras “empaque” para espectadores pasivos y uniformados y programados a no pensar. No nos abrimos a la pluralidad, instauramos un oligopolio partidista y empresarial donde ambos sectores se dan la mano y copulan en la cúpula. La política espectáculo marginó la verdadera acción política e impuso como estrategas e ideólogos políticos a los directivos de medios cuyo único saber es generar audiencias, no ciudadanías; sentir, no pensar.

Como resultado tenemos la “irreflexiva pereza” sobre la roca viva de lo conocido de un rebaño rezongón, pero domesticado y encorralado. No se pretende cambiar para mejorar, se trata de llegar al poder y, una vez en él, incendiar la escalera para los de adentro y para los de afuera. Se trata de la ordenación de un mundo dócil y pacífico, bajo control, ajeno al miedo y a la angustia de lo distinto, la reproducción infinita de nuestro propio rostro —en publicidad y redes— ante la difuminación de “el otro” en tanto entidad y en cuanto pluralidad. Y si ya no hay nadie con quien hablar, lo único que queda es llenar el espacio con impulsos, hiperactividad y ruido: la explotación entrópica de las emociones hacia fuera y el tribalismo para adentro. Eso son hoy nuestros partidos, salpimentados con locura.

Por eso nuestra democracia es de epopeya y épica, donde todo tiene que ser grandioso y heroico; no hay lugar para lo cotidiano, lo humilde, la duda, la negación, el recogimiento; solo la fe en el destino prometido que no admite fisuras ni cuestionamientos, ni permite espacios para la dignidad ni para el pensamiento. Todo gira en torno al próximo salvador, a la campaña más negra y agresiva posible, y a la feria de millones, de despensas y la guerra de tarjetas de dinero y apoyos. Por eso toda alianza es fallida, porque nuestro sistema por origen es hostil al otro, a la negación dialéctica, al pensar y al propio devenir; porque cada partido sólo ve reflejado en “lo otro” su propio rostro, sólo alcanza a ver lo distinto como botín y clientela. Para nuestros partidos no existe “el otro”, ni dentro de sus filas ni fuera de ellas. Imposible una alianza entre quienes solo se hablan al ombligo, a quienes lo distinto es sólo digno de apropiación y dominio: algo, no alguien con quien interactuar en libertad y pluralidad.

La negación es propia de toda verdadera creación, sólo negando lo conocido se puede aspirar a lo que aún no es. Por eso, para Hegel, la negación es el camino a la verdad —hasta que otra negación la niegue—, pero ésta —la negación— como tal no existe en nuestro sistema de partidos. Lo cual nos indica que no es en ellos, ni a través de ellos como podremos recuperar un espacio verdaderamente político y libre donde campee la negación dialéctica como motor y no la inmovilidad disfrazada de impulsividad y ruido.

Pero no culpemos a los partidos y sus usos y costumbres de nuestro desamparo político. Tenemos los partidos, los políticos y la política que nos merecemos. Nadie más que nosotros hemos electo a nuestros gobernantes, nadie más que nosotros les hemos consentido sus excesos y engaños, nadie más que nosotros les hemos creído sus mentiras y promesas, nadie más que nosotros hemos forjado al calor de nuestro entusiasmo y ciego aplauso el desencanto cíclico que da paso al nuevo salvador, sin importar la realidad, porque somos incapaces de negar la democracia que tenemos para hacernos cargo del diseño de una nueva y funcional bajo nuestra responsabilidad. Caminamos sobre brasas al desfiladero guiados por ciegos mientras discutimos el perfil del nuevo salvador y los lemas de la nueva campaña.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *